Ya en la calle el nº 1037

El ruido

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                   Pascual García ([email protected])

Vivíamos como en una burbuja de serena placidez, rodeados de campo y de huerta, cerca del agua fresca del río, que visitEl ruidoábamos en verano, a pie siempre, mientras disfrutábamos de un paisaje privilegiado, que para nosotros por aquel tiempo, no era más que el paisaje en el que nos había tocado vivir, sierras pobladas de pinos, secanos con almendros estoicos y sufridores, y la huerta con los frutales y las hortalizas. Aquello era trabajo e incomodidades, pero para los que venían a pasar unos días y no tenían obligaciones con la tierra, lo nuestro era un paraíso, que nosotros no acabábamos de entender del todo.
Ya he escrito alguna vez que lo que un pueblo pobre posee de verdad es paisaje e historia, porque viene con el lote y es gratis. En cambio, los pueblos ricos empiezan a oler mal muy pronto, se les ensucian los ríos y se enrarece el aire, la luz del sol no brilla tanto y el ruido los asalta como una plaga bíblica.
La paz estuvo con nosotros buena parte de mi infancia. Subían cada tarde por la cuesta del cementerio recuas de mulas y de burros cargados con panizo, hierba o alfalfa y pequeños rebaños de ovejas y de cabras en una mansa e interminable peregrinación hasta que el atardecer los expulsaba de los caminos de polvo y piedras; aquella procesión lenta y silenciosa parecía la estampa alucinada de un sueño de otra época, una imagen idílica que los muchachos contemplábamos sin demasiado interés desde el terraplén de Las Torres, pero que yo no he podido olvidar nunca, ni los rostros de los que iban montados encima de todo, como patriarcas de la tierra, sabios artífices de la ciencia de la vida.
Cruzábamos la Calle Mayor descuidados y tranquilos, amparados en la sombra de los balcones y, alguna vez, nos topábamos con un motocarro mustio que petardeaba al modo de una protesta metálica, como si preconizara ya el advenimiento de una nueva era. Tractores, algún motocultor, los camiones de la carretera, pero el centro de Moratalla y sus principales barrios permanecían en una suerte de cápsula temporal, como en el vacío, en la que no entraba el ruido.
Vivir en el silencio es un privilegio que uno solo echa en falta y valora cuando ya está afectado del ajetreo de la ciudad y su bullicio. Eso piensas, de una forma poco original, hasta que regresas de nuevo al pueblo y descubres que la Calle Mayor ha sido invadida por todo tipo de vehículos, motos atronadoras, coches tocando el sindiós de sus terroríficos tubos de escape, furgones y furgonetas que apenas caben por el paso estrecho de una calle por la que antaño andábamos plácidamente y sin necesidad de pegarnos contra la pared, sujetos al desasosiego de que nos aplastarán irremediablemente porque ya no cabemos todos en unas calles de estructura y trazado medieval.
Entonces echo de menos el tráfago de la ciudad. Es cierto que el ruido es mayor, pero, al menos, hay sitio para todos: aceras para los peatones, calzadas para los coches y las motos y hasta un carril-bici que discurre paralelo hacia las afueras de la urbe.
Por desgracia, el ruido ya no es patrimonio exclusivo de la capital, ni el estrés, ni la incomodidad de compartir nuestro espacio con todas las máquinas a motor.
Porque los paraísos desaparecieron hace mucho tiempo.

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