Ya en la calle el nº 1040

El peor maestro

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

El peor maestro que tuve en mi infancia ni siquiera era maestro titulado; tenía durante el verano un simulacro de escuela en una joyería de la Calle Mayor y en la trastienda nos reunía a una media docena de muchachos y a otros pocos que acudían a dar clases de mecanografía. A veces, cuando llegábamos, se le oía con voz bronca e impertinente jugar la partida de cartas en el bar próximo. Recuerdo que aquel verano resultó insufrible, pero yo me acomodé como siempre a los deseos de mi padre de recibir unas clases de repaso durante el mes de agosto, aunque el curso lo había superado sin problemas. Entrábamos a las seis de la tarde y salíamos a las diez de la noche, luego entendí que se trataba del horario del establecimiento que él regentaba y que aprovechaba ese tiempo perdido para mantener ocupados a unos pocos muchachos a los que nunca les enseñó nada, salvo a tenerle pánico, porque todas las noches, antes de acabar la jornada, nos solía preguntar la lección del día: los ríos de España, el adjetivo calificativo, la Guerra de la Independencia, conocimientos todos que, por supuesto, él ignoraba de largo, pero que nosotros debíamos memorizar palabra a palabra y repetir cada noche antes de que aquella tortura estival terminase, al fin. El procedimiento era simple y brutal; ponía una nota del 0 al 10 cada noche, y durante la semana se iban acumulando los puntos negativos, así que el sábado, por la mañana, que también asistíamos a aquel campo de extermino, nos golpeaba con una regla en la mano justo el número de puntos que no habíamos alcanzado hasta la nota máxima, es decir, que un ocho conllevaba dos palos y un cuatro, seis reglazos. También es cierto que, para ser sincero, yo nunca recibí castigo alguno y, a cambio, mostraba conmigo un trato benevolente.

Pero en aquella trastienda húmeda, claustrofóbica y maloliente todos pasamos mucho miedo, y aquel malhadado verano de mi quinto curso fue especialmente desagradable hasta el punto de que el resto del día lo pasaba inmerso en una especie de cápsula del terror, mientras notaba cómo iba acercándose la hora fatídica, las seis de la tarde y debía marcharme a la escuela de verano, con la esperanza infundada de que aquella tarde no viniera el maestro, el peor maestro que he tenido nunca.
Aunque no diré su nombre, muchos adivinarán la identidad del sujeto, que ni siquiera estoy seguro de que haya muerto, cuando lean estas palabras. A todos quiero decirles que es una venganza en toda regla, la única venganza que puede tomarse un escritor: rememorar un tiempo y a una persona con la tristeza, la acritud y la decepción que le produjo en un momento dado.
Recuerdo la inmensa felicidad del último día, el desahogo y la placidez que nos dejó a todos su marcha definitiva. Claro que nunca le dije a mi padre ni media palabra de todo aquello; los muchachos de aquel tiempo éramos duros y soportábamos las adversidades, y, sobre todo, nunca, bajo ningún concepto, les contábamos a nuestros padres los altercados en la escuela o en la calle, los miedos, las apreturas y los sinsabores de la existencia. Todo eso se quedaba para nosotros, para el recreo, la salida de la escuela o para recordarlo con el paso de los años.
De todos mis condiscípulos, he seguido siendo muy amigo del Pedro Juan, con el que compartí algunos años de estudios, al Bartolo apenas si lo veo de tarde en tarde en las fiestas de Semana Santa en la Calle Mayor. Se levanta cada vez que paso, se acerca a mí y me saluda con un agrado y una amabilidad que me desarman.
En cuanto al maestro, si existe un infierno para los malos maestros, para los peores, no me cabe la menor duda de que estará allí.

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