Pedro Antonio Martínez Robles
Mi padre guardaba periódicos como si se trataran de reliquias; a veces hacía recortes de la noticia que quería guardar y otras veces guardaba los periódicos enteros. Me acuerdo que cuando murió su abuela Dolores, el ocho de marzo de 1982, con 106 años, fue a la librería y compró un puñado de periódicos en los que se hacía eco del óbito de quien fue en la práctica su madre (pues quedó huérfano con sólo diecisiete años) y a quien la prensa regional proclamó entonces a título póstumo la “abuela de España”.
Pero mi padre no compró entonces un solo ejemplar, que habría sido suficiente, sino media docena o tal vez más, como si así hubiera podido multiplicar la emoción de la noticia, o tener una posesión más amplia del recuerdo y el homenaje que la prensa le tributaba a su abuela. También conservaba recortes de periódicos de su época de jugador de fútbol o de algunas noticias que suscitaban su interés. Y esos recortes de prensa y esos periódicos que durante años fueron acumulando polvo en cajones de mesas y armarios que casi nunca se abrían, constituyen hoy parte de esa herencia emocional que guardo en otros cajones y otros armarios que, del mismo modo que en mi casa materna, tampoco se abren nunca o casi nunca.
Solo de cuando en cuando, en esas búsquedas de objetos que echamos de menos, abriendo puertas y armarios, doy con esos viejos periódicos o con los recortes de prensa y huelo su tiempo, su humedad, su polvo enmohecido, la pátina tostada que los años han ido poniendo en el papel y su milagro, y me acuerdo entonces del olor de los libros nuevos de texto entre cuyas páginas metía mi nariz adolescente para aspirar su aroma de tinta fresca y celulosa tierna, y comparo su olor y su tiempo y advierto que también el papel está vivo y envejece, como envejecemos nosotros, y que tiene su historia.
Pero no solo su olor nos ofrece el papel, también su tacto, su presencia; sensaciones que me resisto a relegar ante el avance inexorable de “los textos digitales”, mucho más evanescentes y, sin lugar a dudas, con menos vida que esos libros y periódicos y revistas que alargan su existencia decenas de años, centurias incluso, en hemerotecas públicas y privadas y en cajones y armarios dados al olvido que, cuando se abren, te traen de golpe el aroma de un tiempo detenido en el instante de una fecha que fue tuya.
Ahora, el Semanario El Noroeste en el que pongo con alguna periodicidad mis palabras, alcanza su número 1.000 en las calles; más de un cuarto de siglo llevando noticias y artículos de opinión a sus lectores. Estoy convencido de que alguien guardará en su casa todos esos ejemplares que empezaron a circular en 1997 y que forman parte de la historia de nuestra comarca, de nuestra región y de nuestro país, como yo guardo los periódicos y recortes heredados de mi padre y como guardo estos artículos con los que pongo mi grano de arena en estas publicaciones.
No ignoro que tal vez un día alguien pueda dar a las llamas todo este papel, pero también es posible que cuando pasen muchos años y nada quede ya de nosotros, alguien abra un armario de los que permanecen cerrados mucho tiempo, y toque y huela y lea estas palabras que ahora escribo y publica el periódico El Noroeste, y sienta de golpe el paso de los años y con él la vida, la memoria y la historia que sus páginas han ido recogiendo.