Pedro Antonio Martínez Robles
Mi padre cortaba los extremos de los pepinos y nos los ponía en la frente en los días más calurosos del verano. Así, dicho con esta ligereza, parece una tontería; pero debo reconocer que la sensación de frescor que te producía era inmediata y te invadía todo el cuerpo, desde la frente a los pies. En esa época de la que hablo eran escasos los remedios para combatir la canícula: apenas un remojón en un barreño para los más pequeños, una excursión al río bajo el tórrido sol estival y en el interior de las casas, un hilo de corriente entre puertas y ventanas que casi nunca era fresco. En las viviendas más afortunadas (que eran las menos) zumbaban las aspas de un ventilador. Y en las noches más tropicales, que también las había entonces, un botijo en el relente del balcón mantenía el agua fresca para ir reponiendo los líquidos perdidos durante las largas noches de insomnio. Aquella era la época de las improvisaciones, de los remedios caseros, del trozo de hielo en las neveras para que la fruta, el pescado o la carne aguantaran al menos uno o dos días sin pudrirse.
No sé si en aquel tiempo había “registros” tan minuciosos como los de ahora para conservar la memoria de las temperaturas máximas y mínimas o la pluviometría de todo un año; pero lo cierto es que entonces también sufríamos celliscas, granizadas y tempestades brutales como aquella que en un mes de septiembre de mi infancia arrastró los puestos de turrón y los hizo navegar como si fueran barquichuelas en un pueblo como el nuestro, donde no se conocen, por su altitud, inundaciones serias; o aquel aguacero del 19 de septiembre de 1928, que fue el día en que nació mi madre y, según contaba que le contaron, fue tal la cantidad de agua que cayó de los cielos, que desbordó la acequia Mayor, inundó los huertos hasta más arriba de media pierna y tuvieron que abrir un boquete en la tapia de mampostería del fondo del patio para desaguar y evitar que el nivel de las aguas alcanzara el bajo de la casa.
Es cierto que las nevadas son ahora más escasas, más distantes, más añoradas, y no sabemos si alguna vez regresarán con la abundancia que los más entrados en años recordamos. Pero también es cierto que hace cincuenta o sesenta años sufríamos altísimas temperaturas veraniegas que combatíamos sin los modernos recursos de hoy y con cuya ausencia seríamos incapaces de sobrevivir ahora. Yo he caminado sobre el asfalto llevándome en las suelas de las sandalias el galipote derretido. Y me acuerdo de un 15 de agosto de 1978 en el que, de regreso de un viaje a Cádiz, y ya bien entrada la madrugada, encontré a mis padres bañados en un mar de sudor y sin consuelo posible de puertas, ventanas y balcones abiertos buscando un hilo de frescor.
Pues claro que sufríamos hace decenas de años los rigores de inviernos crudísimos que combatíamos con pesadas mantas y palos en la lumbre, y de canículas asfixiantes que intentábamos sobrellevar con agua del río, abanicos, trozos de hielo en las neveras y, para los más pequeños, un remojón en un barreño o el culo refrescante de un pepino en la frente.