Ya en la calle el nº 1040

El límite del mal

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Miguel Ángel Alcaraz Conesa

Una canción de La Frontera en los ochenta hablaba de las andanzas juveniles al borde de lo prohibido, sin determinar si eran o no delictivas. El estribillo repetía a un viejo amigo que lo esperaría en el límite del bien y del mal. Podría estar en el límite de la ley, que no necesariamente es el del mal. Quien se fuma un porro no se convierte en un malvado.

Poco después cayó el muro de Berlín, que representaba una frontera real entre dos sistemas políticos antagonistas, y la concepción maniquea del mundo se rompió, justamente cuando se acababa de derrumbar todo un sistema político que pasó de ser el malo de la propaganda yanqui al terrible de los crímenes estalinistas.

El mundo no se volvió mejor bajo el imperio de los buenos. Reagan y Thatcher no fueron precisamente hermanitas de la caridad. La británica hizo una reconversión  industrial y minera despiadada y se hizo responsable de infames actos de terrorismo de Estado (los tres miembros del IRA asesinados en Gibraltar en 1988). De la época Reagan fue el auge del neoliberalismo, la ideología económica ultraliberal que fue causa eficiente y directa de la crisis del 2008 y de algunas otras consecuencias que aún lastran nuestra economía.

Del mundo bipolar pasamos a la aldea global, donde el mal se extende salvando fronteras, sistemas y éticas empresariales. La explotación laboral de mujeres, niños y ancianos se hace impunemente por empresas multinacionales occidentales que operan en el tercer mundo. La idea de beneficio justo desapareció con la misma facilidad con que cayó el régimen soviético. Si ya no hay que confrontar valores, a qué detenerse en cuitas sobre derechos humanos o ética empresarial.

La guerra de Yugoslavia fue una pesadilla en los límites de la Unión Europea. Nos enfrentó al abismo de nuestros propios prejuicios. Fue calificada en su día como guerra étnica, pero no había diferencias raciales en la antigua Yugoslavia y las diferencias religiosas no eran fuente de conflictos en un país salido de la órbita comunista donde abundaban las uniones mixtas. Fue una guerra salvaje y despiadada por el poder político, pura y simplemente, donde se usaron como excusa viejos agravios del siglo XIV y la dominación otomana.

La de Ucrania no es diferente, sólo que aquí el despiadado genocida no es un arribista local como Karadzić o el ensoberbecido Milosević, sino Putin, el presidente de una superpotencia militar. Las víctimas, nuevamente, europeos con los que compartimos evidentes lazos culturales que van más allá de las competiciones deportivas o del festival de Eurovisión. Por ello, el sentimiento de solidaridad es más intenso y hasta los más exacerbados radicales esconden su xenofobia a la vez que hacen equilibrios funambulistas por su pleitesía a Putin.

En esta guerra hay evidentes cuestiones geoestratégicas que pueden resumirse en el declive de una potencia mundial que se resiste a perder protagonismo y a ser acorralada por el avance de la OTAN y la expansión de la UE en el territorio de la antigua URSS.

En la caída de la Unión Soviética hay un atisbo de la muerte de una civilización que se remonta a la Rusia zarista. Gorbachov, tan clarividente y sensato estadista como ingenuo dirigente, llegó a decir que el futuro de Unión Soviética estaba en Europa, en su integración, no en su conquista. La idea era buena antes de caer en un golpe de Estado que aupó al nuevo totalitarismo del que surgiría Putin, tras el paréntesis etílico del mujeriego Yeltsin.

No debemos olvidar que la llamada aldea global es un palenque donde se debate una confrontación de civilizaciones. El hombre es animal político, decía Aristóteles, el individuo que alcanza su plenitud en la polis. Pero es nuestro contemporáneo Spengler en La decadencia de occidente, quien nos presenta las civilizaciones como entes vivos, autónomos, que nacen, crecen y mueren para dar lugar a otras. Cuando dos o más coinciden en el mismo tiempo, la convivencia suele ser más entre hostiles que entre afines.

Cada acto bélico de impiedad, de crueldad contra la población civil nos revuelve la conciencia. Cada ametrallamiento y cada bombardeo sobre colegios y hospitales, sobre los convoyes humanitarios, sobre víctimas inocentes, cometidos además por un ejército mucho mejor pertrechado que abusa de su superior capacidad letal, nos golpea como si nuestra inacción fuera también cómplice de la masacre.

La Europa pacifista y defensora de los derechos humanos es una de las cimas de la civilización occidental, pero también el resultado de muchos siglos de guerra, crueldad y fanatismo religioso. La sociedad que hoy tenemos tuvo que renacer tras el holocausto genocida del nazismo. Esa experiencia trágica generó una reacción inversa. Para construir los cimientos de un largo periodo de paz surgió lo que hoy es la Unión Europea como estructura institucional en la que confluyen intereses comunes, económicos, políticos, geoestratégicos, que contribuyen a la superación de los conflictos mediante mecanismos preestablecidos. Pero también un sentimiento pacifista fuertemente arraigado entre la población, del que ha germinado una sensibilidad especial contra las armas y las guerras. La de Putin nos sitúa en la tesitura de fortalecer la Unión Europea con una política exterior común que incluya también una fuerza militar que sea autónoma del socio americano. El viejo adagio de César: si vis pacem, para bellum, si quieres la paz, prepara la guerra, planea como una maldición, pero es también un reto, el de una Europa que ha de recuperar su lugar en un mundo de civilizaciones enfrentadas sin renunciar a sus principios y valores.

 

 

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