Ya en la calle el nº 1040

El juez Álvarez Castellanos

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO/CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA

En los primeros años de la posguerra, y tras un período en que administraron la Justicia jueces militares, llegó a Caravaca, en 1942 como juez de instrucción de la ciudad y su partido Pedro Álvarez-Castellanos Larrosa, de familia oriunda de Ricote, cuyo padre tenía un alto cargo en el Tribunal Supremo. En Caravaca encontró el juzgado en la Glorieta y casa de Tomás Muñoz Gor (Tomasin), del que era secretario un forastero de apellido Pinedo y dos agentes: José López Abad y Juan Rodríguez (popular y cariñosamente conocido como “Juanito Malafolla”). Inicialmente se hospedó en el Hotel Victoria, como tantos profesionales jóvenes y solteros, al cuidado de José Mari Robles, de quien todos conservaron siempre muy buen recuerdo por su trato afable y familiar, además de las cualidades gastronómicas que le adornaban.

El primer caso judicial que encontró sobre su mesa de despacho fue el relacionado con el robo sacrílego de la Stma. Cruz, al que prestó atención, dándose enseguida cuenta de que todo estaba cerrado y sin posibilidades de nueva apertura.

De gran rectitud profesional, siempre se mantuvo distante de todos en la sociedad local. Muy pocos amigos aceptó en su círculo, entre ellos Diego Marín Martínez y, dada su afición a la caza, el veterinario Desiderio Piqueras, el notario Juan Arroyo y el propietario Pepe Martínez-Carrasco, con quienes iba a cazar a una finca en El Tartamudo, propiedad de Dª. Julia Musso cuando la época permitía la caza de perdiz con reclamo. Otros a quienes ofreció su amistad fueron el médico Miguel Robles Sánchez-Cortés, el empresario Pedro Antonio Orrico Litrán y el corredor de comerció José María Trueba de la Cantoya, quienes nunca llegaron a tutearle.

En 1945 conoció a la guapísima joven María Aroca García, en el transcurso de las fiestas de la Cruz, cuando ella intervino en un desfile de carrozas, invitada por su prima Carmen Robles. Por entonces ella vivía con sus padres (Antonio Aroca y Francisca García) en Murcia, donde este obtuvo plaza como funcionario del Servicio Nacional del Trigo, tras habérsele desposeído durante la guerra de su negocio de representación de material para el calzado y la corresponsalía del Banco Hispano-americano. Durante el período bélico permaneció escondido en casa de unos amigos en la pedanía capitalina de La Albatalía, trasladándose con cierta frecuencia a Caravaca, andando por el tendido de la vía del tren. Tras años en Murcia, la familia regresó de nuevo a la ciudad, recuperando parte de su actividad comercial.

Contrajo matrimonio D. Pedro con María en 1946, estableciendo el domicilio familiar en la misma casa de Tomasín y edificio donde se encontraba el juzgado, pagando un alquiler mensual de 150 pts. La pareja vivió aquellos primeros años de la posguerra caravaqueña como el resto de los miembros de la clase privilegiada local, asistiendo a las incipientes transformaciones urbanas que propiciaron, entre otras, la construcción de la Gran Vía, que María recuerda en su adolescencia muy estrecha, con bancales a un lado y otro, y con sólo dos edificios casi enfrentados: la Fábrica del Chocolate y el Gran Teatro Cinema. También recuerda la C. Mayor como la única arteria comercial de la ciudad “muy parecida a la Trapería de Murcia”, donde por las tardes se daba cita la población, constituyendo el casi único punto de encuentro local. El “Círculo Mercantil”, donde cada tarde iba a tomar café con su marido invirtiendo allí el tiempo durante el que una orquestina integrada por María Rodríguez y los hijos del sacristán (Antonio, Pepe y Pedro José), amenizaba las primeras horas de la tarde. La misma que actuaba durante los bailes de Carnaval y en la fiesta de Nochevieja.

Don Pedro y su esposa María vivieron diez años en Caravaca, atendidos por una asistenta de nombre Maravillas, y en 1956, al ascender aquel a magistrado, marcharon a Valencia, donde permanecieron durante 36 años, hasta la edad de jubilación en que regresaron a Murcia, instalándose en su finca del Campo de Ricote a lo largo de 10 años. Cuando comenzaron a necesitar atenciones médicas se trasladaron a la capital donde falleció D. Pedro, con 98 años, el 26 de diciembre de 2015 y donde felizmente le sobrevive su esposa (mi informante), quien guarda en su muy buena memoria muchos y muy buenos recuerdos de su niñez y adolescencia en Caravaca.

Recuerda que era alcalde de Caravaca Antonio Guerrero Martínez cuando contrajo matrimonio, a los 17 años, con su esposo. Que en su niñez fue alumna de sor Evarista en el colegio de las Monjas de la Consolación. Y recuerda también a sus amigas Josefina “Mané”, Carmen Robles, Elisa Bolt y Virginia Rubio, con quienes frecuentaba el Camino del Huerto los domingos de invierno y todas las tardes del verano antes de ir muchas de ellas al Cinema Imperial.

También recuerda que su esposo era muy aficionado a la música, que le gustaba cantar y que se iba con amigos a cantar al Camino del Huerto y al paraje de Las Fuentes, siendo uno de sus acompañantes “el Cerrajillas”, empleado entonces en la tienda de tejidos de “Los Jiménez” (en la C. Mayor).

Recuerda así mismo los lunes de mercado, entonces instalado en la Cuesta del Cinema y aledaños de la misma; y los vecinos y establecimientos comerciales de su casa, en la C. Mayor, frente al domicilio del arcipreste D. Tomás Hervás. Entre otros el comercio de tejidos de Ginés López y Cruz Robles, la Banca de Pedro Antonio Moreno, la tienda de ultramarinos de Alfonso “Supremo”; Amador el relojero y su colega Casimiro Domaica. La barbería de Firlaque (atendida por los hermanos Juan José y Pedro), la zapatería de Manolo Asturiano, las confiterías de “Las Pilaricas”, “Bartolo” y “Cecilio”, y las farmacias de D. Pedro Antonio López, D. Dionisio y D. Luís Sánchez Caparrós, entre otras personas y comercios, cuando la peatonalización de la C. Mayor sólo llegaba hasta la “Cuesta de D. Álvaro”.

Mientras a su esposo, el juez Pedro Álvarez-Castellanos se le recuerda como el hombre que en su aspecto, modales y comportamiento social era la viva imagen de “La Justicia” de la época, que siempre mantuvo el tipo y huyó da las fotografías, incluso durante la ceremonia de su boda; a ella se la recuerda como una bellísima adolescente entre una pandilla de amigas de la que se separó al contraer matrimonio a muy temprana edad, con un hombre mucho mayor que ella al que se lo rifaban las chicas casaderas de la época y no sólo por su posición social y económica sino por su indiscutible atractivo físico.

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