Pascual García ([email protected])
En la cama de mis padres, en su propio dormitorio, nacimos mi hermana y yo. Por aquellos días los hijos se engendraban y venían al mundo, la mayor parte de las veces, en el mismo sitio, una especie de sancta sanctorum,alrededor del cual giraba la existencia de la casa y de la familia. Los hospitales adquirieron su importancia más tarde para cuestiones de maternidad, porque nuestro origen campesino nos otorgaba una fortaleza y una confianza en los medios naturales, que, por desgracia, en ocasiones, no se correspondían con la realidad, pero en cualquier caso los niños llegaban a este mundo en la casa y, aunque a veces los partos difíciles causaban la muerte de la madre o del retoño, la costumbre y la época obligaban a una resignación inapelable. Las cosas ocurrían por aquellos años según el mandato de Dios. Los bebés nacían como es debido, si era voluntad de Dios y del mismo modo sobrevivían en las primeras horas, superaban las enfermedades infantiles, las epidemias habituales y cada uno de los contratiempos que la existencia iba colocándoles en su camino hasta hacerlos fuertes como el acero e inexpugnables ante algunas asechanzas.
Mis abuelos murieron con más de ochenta años. Mi abuela María se acostaba rauda cada vez que el cielo presagiaba tormenta y mi abuela Rosa rezaba rosarios infinitos antes de quedarse dormida. De los abuelos heredé la costumbre de la siesta, en verano o en invierno, todos los días, como un ritual placentero y necesario.
Recuerdo que de niño mi madre me entraba el desayuno a la cama los sábados, me dejaba algún juguete y se marchaba al mercado a hacer las compras de la semana. La cama era en la oscuridad de las noches un barco a la deriva que surcaba un océano proceloso e ignoto, en el que podríamos naufragar en cualquier instante. Por la mañana entraban los primeros rayos de un sol jubiloso e inolvidable y el dormitorio renacía de la tormenta nocturna, y yo respiraba aliviado.
En aquel mismo lecho pasaba los días con fiebre y malestar general de las gripes invernales o los empachos de estómago o las infecciones de origen diverso, que mi madre seguía muy de cerca, atenta a cada síntoma y preocupada, administrando las medicinas en las dosis justas que el médico había prescrito.
Hasta la cama llegaban los regalos de los Reyes Magos en Navidad, y los domingos, las vacaciones y los días de fiesta recibíamos el premio de algunas horas extras metidos entre las sábanas y las mantas, arropados en el invierno gélido de Moratalla y desnudos durante los meses de verano, felices de prolongar el sueño en una dulce vagancia de adolescentes insaciables.
Crecimos y el mueble se convirtió en nuestro confidente más íntimo, el que guardaba los secretos de nuestros cambios hormonales, sobre el que reflexionábamos acerca de un futuro incierto y de un presente inhóspito. Luego vinieron los libros y fue la cama el sitio preferido de mis lecturas, el que todavía hoy elijo para abrir un nuevo volumen y engolfarme en su bosque de palabras y de imágenes.
Entonces, un día señalado entre muchos, decidimos cerrar el círculo con la mujer que habíamos escogido para vivirlo todo de nuevo. Sé que el lugar no importa: un coche, la playa, un rincón en el monte, cualquier espacio oscuro, solitario y secreto, pero como la cama, ninguno, desde luego. Sobre esos cimientos construimos lo más sólido de una unión que tenía espíritu de permanencia y que terminó dando los frutos deseados. Los hijos imponen sacrificios gustosos, de los que nunca nos quejamos, porque sólo nosotros tenemos la culpa de su grata presencia a nuestro lado.
Mi mujer los dormía en sus brazos cálidos de madraza, pero a veces yo me acostaba con alguno en la cama matrimonial, a la espera de que se durmiera para volver con ella al salón y terminar de ver la película. Si caían enfermos pasaban la noche entre nosotros dos y para Reyes, en los cumpleaños y en los aniversarios, la fiesta también era allí, todos juntos en la cama de la familia, en ese centro del universo donde debió de empezar el mundo y donde, tal vez, acabe algún día, espero que muy lejano.
La historia del mundo y del hombre viene sucediendo desde hace siglos sobre el mueble más confortable de la casa, el que más trabajo nos cuesta abandonar cada mañana y del que gozamos más horas al día. Seguramente lo inventó alguien, mientras contemplaba el cielo, y quiso de este modo que la tierra se pareciese al paraíso.