Ya en la calle el nº 1037

El amor de los muleros

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Pedro Antonio Martínez Robles

Me cuentan que contaba el Tío Ginés que contaba su padre, al decir de su abuelo, cosas que pasaban hace muchos años, cuando no había lavadoras, sino ríos y acequias y tablas de lavar, ni había frigoríficos, sino fresqueras, ni cocinas a gas ni placas de vitrocerámica, sino fogones de leña y carbón, ni automóviles en las carreteras, sino carretas en los caminos de polvo, ni luz eléctrica en las casas, sino candiles y quinqués, ni teles en los salones para ver telenovelas o películas de a ciento el puñado o noticiarios para saber lo que pasa en otras partes del mundo, sino que se contaban cuentos y sucedidos al calor de la lumbre. Y entre las cosas curiosas que contaba el Tío Ginés, allá por los años cuarenta, que le contaba su padre, al decir de su abuelo, hay una que me hace pensar lo mucho que ha cambiado la vida, sus usos y costumbres, de cuatro siestas acá, y que versaba sobre la manera que tenían los muleros de algunas partes de esta tierra nuestra de manifestar sus intenciones al padre de su pretendida novia, sobre todo si aquél tenía el rango de labrador y él era un simple mozo, que entonces estas diferencias sociales se apreciaban mucho. El hecho, aceptado sin reservas si el resultado era satisfactorio, consistía en que el mulero debía colgar un farol a media noche en la esquina de la casa de la novia, cuando todo en esos vastos secanos era sólo soledad y oscuro desamparo, regresar después a su casa, distante, con mucha probabilidad, varios centenares de metros, kilómetros quizá, en aquellos campos de cortijos diseminados, uncir luego las bestias y colocar en el timón del ubio otro farol, y así, oteando a lo lejos a través de los campos oscurecidos por la noche la débil llama del farol que dejara ardiendo en una esquina de la casa de la novia, emprender la aventura de cruzar la ingente distancia que lo separaba de la mujer que anhelaba abriendo un profundo surco con el arado a través de secanos, eriales, trochas, ribazos y barrancos y cuantos obstáculos hallara a su paso, con el serio compromiso y el pálpito débil del farol a lo lejos como única guía, de sacar recta la hendedura para demostrar al suegro, si había de serlo algún día, que era merecedor de su confianza y podía otorgarle con toda tranquilidad el consentimiento de cortejar a su hija, pues si bien no alcanzaba el notorio rango de labrador, sí había dejado sobradamente demostrado que era un mulero más que capacitado.

Estos pequeños relatos, puramente anecdóticos, en apariencia banales, y sin duda veraces, me hacen pensar no tanto en la brutalidad de algunas costumbres atávicas como en las enormes dificultades que había que salvar hace apenas cuatro siestas para demostrar la fuerza con que uno era capaz de amar. No quiero decir con esto que hoy se ame con menos fuerza, pero, tal vez, sí con menos esfuerzo, y aunque parezca que aquí las dos palabras dicen lo mismo, hay entre ambas una notable diferencia.

 

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