Ya en la calle el nº 1040

Don Martín

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

José Antonio Melgares Guerrero/Cronista Oficial e la región de Murcia, de Caravaca y de la Vera Cruz.

En La Glorieta D. Martín, como en la C. Mayor D. Ángel y D. Faustino, y en Queipo de Llano D. Alfonso, fueron las cuatro consultas a las que acudíamos los caravaqueños durante el ecuador del S. XX cuando la salud se quebrantaba y no era preciso visitar al especialista.

El primero de ellos D. Martín Robles Sánchez-Cortés vino al mundo en noviembre de 1902 como gemelo de su hermano Pepe, a quienes siguieron Miguel, Emilio y Cruz, todos ellos fruto del matrimonio entre Emilio Robles López y Encarnación Sánchez-Cortés Fernández, aquel comerciante en harinas y anisados, con domicilio familiar en la C. del Poeta Ibáñez.

Su formación primaria y secundaria tuvo lugar en Caravaca, quizás en el entonces Colegio del Salvador que abría sus puertas a la C. Mairena, al final de los cuales marchó a Valencia en cuya Facultad de Medicina, entonces ubicada en la C. Játiva, se licenció en Medicina y Cirugía. Durante su estancia en la ciudad del Turia se alojó en pensión en la C. Pascual y Genís donde compartió estancia con su hermano Miguel, con Joaquín Lucerga (luego cirujano en Elche) e incluso con Alfonso López (el de Las Lomas), siempre bajo a estricta vigilancia de D. Jorge, sacerdote hermano de su madre, quien se ocupó de los gastos ocasionados por las carreras de ambos hermanos.

Las prácticas profesionales las hizo como médico interno en el hospital clínico donde completó su formación teórica con el trabajo continuado de veinticuatro horas en el mismo. El acceso a aquel centro lo propició una monja de las que entonces atendían a los enfermos en los hospitales, antes superiora en el Asilo Caravaqueño.

En 1925, concluidos los estudios y las prácticas, y tras un corto período de tiempo en Caravaca, obtuvo plaza en la localidad almeriense de Antas, a donde marchó al cuidado de Anica, una de las sirvientas de su casa, cuyas atenciones hicieron más llevadera la lejanía de la familia. Allí permaneció tres años, gano su primero dinero y se compró una moto Indiane de cinco caballos en la que venía frecuentemente a ver a su novia, hasta que su tío ya citado le hizo cambiar aquella por un coche Citröen, más seguro en las carreteras por las que circulaba.

Ya en Caravaca, ganó la oposición a la Asistencia Pública Domiciliaria que pagaba el Ayuntamiento, y abrió consulta en la C. del Poete Ibéñez junto a su hermano Miguel, donde comenzó a contar con la ayuda de Pedro Ruiz, a quien encaminó en los estudios de practicante y en quien confió como ayudante durante toda su vida profesional.

En enero de 1933 contrajo matrimonio con Carmen Muso Blanc, estableciendo el domicilio familiar en la misma C. del Poeta Ibáñez donde nació su hijo Emilio, viniendo al mundo los dos restantes: José María y Amancio, en la casa que en 1934 adquirió a Miguel Luelmo en La Glorieta donde vivió el resto de su vida y tuvo la consulta médica hasta su jubilación laboral. La consulta, como el lector recordará, se encontraba en la planta baja, a la derecha de la entrada, con ventanas a La Glorieta.

Al llegar la guerra civil fue movilizado con el grado de teniente médico, siendo destinado a un hospital en Baza, del que se ausentó con permiso del director del mismo a finales de septiembre de 1936, lo que le permitió vivir en directo los luctuosos sucesos ocurridos en el Castillo la noche del 1 al 2 de octubre del citado año, teniendo que asistir en su propia consulta, al miliciano herido, gracias a cuyo accidente la matanza no fue mayor en el interior de la fortaleza.

Concluida la guerra civil y ya en Caravaca, el juzgado militar establecido en la ciudad le nombró médico forense de la plaza, por lo que tuvo que presenciar la ejecución de los condenados a muerte, cuyo fusilamiento se produjo ante las tapias del cementerio meses más tarde, y certificar su defunción.

Normalizada la situación política, heredó la clientela de su colega D. Alfonso López y trabajó ininterrumpidamente en la ciudad y en el campo, atendiendo en visitas por las que cobraba 10 y luego 15 pts, a toda clase de enfermos, y los partos difíciles en los que Dª. Guillerma, la comadrona, requería su presencia. Su particular “ojo clínico” le permitió diagnosticar enfermedades como el Mal de Hockin en una paciente, cuando esta dolencia apenas era conocida y sólo eminencias médicas la diagnosticaban. Como era costumbre en la época, tuvo una buena “iguala” de más de 200 personas, por las que a cada igualado comenzó cobrando 10 pts. al mes, que con el tiempo subió hasta 30, y cuyos recibos cobraban Luisa y Ramona, las criadas de la casa.

Tuvo una peña de amigos de la que formaron parte el empresario Pedro Antonio Orrico, el dentista José Jiménez Jaén, el juez Pedro Álvarez Castellanos, el registrador Enrique Bergón y el notario Juan Arroyo Pucheu, que habitualmente se reunía en la cafetería Dulcinea.

Sus aficiones fueron la caza y la huerta. Con los amigos solía cazar en El Tartamudo y en Las Almenas del Moral; mientras que en la huerta se relajaba del trabajo en la consulta, adquiriendo la finca de Liorna en el paraje de Santa Inés, La Solana y zonas contiguas al hoy Club Polideportivo La Loma.

También cultivó la afición a los toros, por lo que aceptó la atención médica de la Plaza de Toros de Caravaca, desplazándose en su momento a las ferias de Hellín, Cehegín, Lorca y Murcia.

En 1970, cuando contaba con 68 años y hacía ya cinco que había fallecido su mujer, decidió jubilarse de la vida laboral y disfrutar de las satisfacciones que le producía el cuidado de sus tierras. Una úlcera de duodeno y, sobre todo el agotamiento físico producido por la sobredimensión de su corazón, acabaron con su vida en 1975.

En el recuerdo de los mayores permanece aún su figura señorial, su sonrisa picarona, su aparente despiste y su genio gruñón. Su cordialidad con todos, multiplicada cuando se trataba de gentes de humilde condición, así como su accidental y esporádica vinculación a la política local, habiendo sido concejal durante el mandato como alcalde de José Luís Gómez Martínez. Por todo ello, y por tantas otras cosas que el lector entrado en años añadirá a éste texto en base a sus propios recuerdos, su memoria no puede faltar en el virtual e íntimo álbum de bordes amarillentos y desdentados por el paso del tiempo, donde figuran las imágenes de los caravaqueños que hicieron posible la época en que vivimos.

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