Ya en la calle el nº 1040

Domingos luminosos de invierno

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

PASCUAL GARCÍA

No recuerdo paradójicamente casi ningún domingo lluvioso, plomizo o nublado en los inviernos de Moratalla. Era como si los espíritus climatológicos se confabularan para ofrecernos un final de semana, el único día de descanso de aquellos años pleno, despejado, luminoso, como un regalo de la semana dura, de las horas tediosas en la escuela, de las jornadas largas y laboriosas en la huerta o en la obra.

Pareciera que el séptimo día estuviese destinado de manera inexorable al disfrute,  el momento original  de la creación y que a nadie le pareciera extraño que después de una semana de ventiscas, temperaturas bajas y pésimos pronósticos, amaneciera una mañana radiante, tal vez gélida sí, porque era el mes de enero, pero diáfana como un anuncio prematuro de la primavera.

Desde la cama atisbaba la luz henchida que subía de la calle y alcanzaba a ver un pedazo minúsculo del cielo rabiosamente azul y escuchaba los últimos gallos rezagados y los ladridos de los primeros perros del día y me iba animando poco a poco a levantarme y a vestirme en mitad de una mañana helada, aunque mi madre, previsora, había calentado ya la olla grande de agua en el fuego y la había vertido en el barreño azul y la había colocado humeante en mitad del cuarto para que me lavara en cuanto consiguiera zafarme de la ropa de la cama.

Cuando me ponía en pie el aire estaba más caliente y yo ya no sentía reparo alguno en ir aseándome con lentitud y precisión todas y cada una de las partes de mi cuerpo, desde los pies hasta la cara, aunque a veces tocaba lavarse el pelo y entonces era mi  madre, de nuevo, la que me iba ayudando con cazos de agua preparados para tal menester, mientras el sol seguía inundando mi dormitorio despojado de adornos o de otros cachivaches que no fueran la cama alta, la silla a un lado y el cofre donde descansaban las mantas y la ropa de cama.

Evoco aquellos domingos lejanos del mes de enero, glaciales y transparentes, hoy que ya todos, o casi todos, disfrutamos de calefacción central y de un bien provisto cuarto de baño, hoy que los inviernos son menos rigurosos y la temperatura media del planeta asciende de una manera inquietante, porque uno suele rememorar lo que  le parece más extraño en un momento dado, aunque albergue siempre en ese recuerdo  un latido de nostalgia irreprimible, pues el pasado conserva siempre la cifra de una felicidad desconocida.

Aquellas casas, como en la que nací yo, junto al Castillo, apenas albergaban comodidades y carecían de los excesos de un lujo incomprensible por entonces e inaccesible para los que habitábamos aquel barrio presidido por una fortaleza imponente que le daba el nombre.

Había en todas ellas una chimenea bien provista o una pequeña pero brava estufa de leña, que solían encenderse a media tarde, salvo algún día especialmente invernal. El fuego y el calor eran para los anocheceres grises en los que la familia y algún vecino se reunían en torno al hogar y se contaban viejas historias, donde no faltaban el tono quejumbroso y la sombra de alguna guerra.

Pero el último día de la semana amanecía resplandeciente muy a menudo y uno sabía que era fiesta, entre otras cosas, por la luz a raudales que entraba por las ventanas, por el tono escandaloso del cielo y porque aquella mañana tu madre no te había llamado desde la cocina para avisarte de que la leche ya estaba caliente, muy caliente en realidad, demasiado caliente, y de que era hora ya de levantarse.

Así que te dabas media vuelta en la cama y volvías a taparte como si ya nada fuera contigo.

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