Ya en la calle el nº 1040

Cuando un maestro se va

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])/Francisca Fe Montoya

No todos los días muere un maestro. Por fortuna, La Parca elige a sus víctimasen todas las profesiones y de cualquier condición social. Aunque un maestro de verdad, de raza y de tronío no suele ser un individuo corriente ni habitual y se le reconoce por el carisma, que es un especie de ráfaga de genio que le cruza el rostro y que aflora cuando sonríe o cuando apresta su mirada severa para comunicar cualquier cosa que en ese momento se disponga a enseñar.
Ha muerto Antonio el Alonso, mi maestro en segundo de primaria y, unos años después, en sexto, séptimo y octavo de aquella vieja y entrañable EGB, cursos en los que impartió precisamente la asignatura a la que he dedicado tres décadas de mi vida, aunque lo mío ha sido más sencillo, reconozcámoslo, porque mi público son adolescentes y jóvenes, ya conformados y hechos a los rigores de la vida académica, en el ámbito del instituto o de la universidad, pero Antonio, don Antonio, se enfrentó durante toda su carrera profesional a la parte bárbara e indómita de muchachos y muchachas que apenas eran capaces de comunicarse los unos con los otros, porque ni en las formas ni en la palabra habían logrado desasirse aún de un estado animal larvario, pueblerino y básico, que don Antonio supo pulir con las mañas y el talento de un gran maestro.

Pascual García ([email protected])/Francisca Fe Montoya

Cuando un maestro se vaNo todos los días muere un maestro. Por fortuna, La Parca elige a sus víctimasen todas las profesiones y de cualquier condición social. Aunque un maestro de verdad, de raza y de tronío no suele ser un individuo corriente ni habitual y se le reconoce por el carisma, que es un especie de ráfaga de genio que le cruza el rostro y que aflora cuando sonríe o cuando apresta su mirada severa para comunicar cualquier cosa que en ese momento se disponga a enseñar.
Ha muerto Antonio el Alonso, mi maestro en segundo de primaria y, unos años después, en sexto, séptimo y octavo de aquella vieja y entrañable EGB, cursos en los que impartió precisamente la asignatura a la que he dedicado tres décadas de mi vida, aunque lo mío ha sido más sencillo, reconozcámoslo, porque mi público son adolescentes y jóvenes, ya conformados y hechos a los rigores de la vida académica, en el ámbito del instituto o de la universidad, pero Antonio, don Antonio, se enfrentó durante toda su carrera profesional a la parte bárbara e indómita de muchachos y muchachas que apenas eran capaces de comunicarse los unos con los otros, porque ni en las formas ni en la palabra habían logrado desasirse aún de un estado animal larvario, pueblerino y básico, que don Antonio supo pulir con las mañas y el talento de un gran maestro.
No voy a olvidar de sus clases, al menos, un par de cosas: la primera que, cuando acudía a la escuela de segundo curso debajo de la Plaza de la Iglesia, me parecía estar en el seno de una familia cálida y confortable, al calor de una estufa de leña como la que había en mi casa, cuyos troncos íbamos pasándonos uno a uno desde la leñera hasta su lugar junto a la estufa en los temibles inviernos de Moratalla, ni los partidos de fútbol en un patio contiguo recoleto cada día como una costumbre inalterable, porque no le podía ser fácil manejar a aquel grupo de muchachossin una fe común en qué emplear la media hora del recreo. Pero yo no he olvidado nunca la clase, la estufa, la pizarra y su voz grave y templada convocándonos a todos en la ceremonia de la palabra y de la idea.
Luego nos encontramos durante los tres últimos cursos de EGB y me iluminó los polvorientos y oscuros pasadizos de la palabra, el laberinto de la gramática, los espacios subterráneos donde circulaban morfemas, sintagmas y oraciones que bajo su tutela fui capaz de dominar con algún aprecio, porque cuando un maestro te esclarece la naturaleza real de las tinieblas, te está concediendo el don de la luz y no hay forma humana de agradecérselo suficientemente el resto de tu vida.
Don Antonio me aclaró con el mapa ilustrado de su clarividencia didáctica la intrincada arquitectura de los verbos en español, de la temida conjugación, y nunca más olvidé sus explicaciones. Luego he estudiado otras lenguas, como el francés o el latín, pero aquel plano primigenio me ha servido siempre y lo he llevado conmigo como un talismán, un secreto que he compartido con él todos estos años, y que hoy transmito en mis clases de la Facultad de Educación a los próximos maestros de escuela, a los que ahora ya se llaman graduados y que muy pronto serán los encargados de transmitir los conocimientos de la especie humana.
He pasado por todos los niveles educativos hasta alcanzar el último de ellos: el doctorado. Por eso, puedo afirmar que nunca hallé profesionales mejor cualificados, más trabajadores y con ese talante único para celebrar el misterio de la comunicación que aquellos maestros de mi infancia en Moratalla. Nombres como los de don Germán, don José Rogelio o Don Antonio han permanecido en mi memoria siempre como un modelo único al que me aferraba en los mejores y en los peores momentos de mi vida.
Ha muerto uno de ellos, don Antonio.
¡Descansa en paz, maestro!

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