Ya en la calle el nº 1039

Cuando la religión era medicina

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pedro A. Muñoz Pérez

([email protected])

Me ha dado por pensar sobre lo que hubieran sido estos días en otros tiempos, sin internet, sin telefonía móvil, sin acceso a los diversos medios de comunicación e información. Pero, sobre todo, sin un sistema de salud público como el que tenemos y unos profesionales sanitarios de tanta solvencia. Y me he remontado atrás para ponerme en situación, aunque padecer esta pandemia nos ayuda a comprender mejor las cuitas de aquellos antepasados. Imaginen por un momento vivir en los siglos XVII o XVIII. Falta de higiene, medicina precaria, mala alimentación, ignorancia. La población depauperada estaba expuesta de continuo a las enfermedades, con una mortalidad infantil muy elevada. La diferencia entre la vida y la muerte era una simple cuestión de azar. En ese contexto, la fe era el principal asidero ante la carencia de medios humanos para confiar en la curación, ya no digamos en la salvación del alma, el único alivio para una existencia en peligro de desahucio, siempre torturada por la incertidumbre y el miedo. Por ello, el recurso a las rogativas, los conjuros y otros actos religiosos tenía una gran preponderancia, cuando no directamente se recurría a la superstición. El aislamiento de la población, sin duda lo más eficaz para romper la cadena de contagio, y los remedios naturales, de dudosa eficacia, eran otras medidas habituales.

Cuando la religión era medicina
exorcismo de calenturas

Les invito a un recorrido fugaz por las actas capitulares del concejo caravaqueño en busca de los rastros de enfermedades antiguas y la manera de abordarlas. Por ejemplo, el 24 junio 1676, se trata sobre contagio de peste en Cartagena y de las medidas en Lorca para evitarlo. El día 30 se decreta el aislamiento y  el control de acceso mediante guardias en las puertas de entrada a Caravaca. Y el 9 de julio se acuerda tapiar y cercar, pero como no hay “propios” para financiar las obras, se recurre al repartimiento. En septiembre, siguen los trabajos: se hacen nuevas puertas para la villa con la madera de 270 pinos. Es de suponer que la población de los núcleos del campo, todavía escasa en esos años, tuviera una mayor exposición y sintiera una gran desolación en estas circunstancias.

Un año después, en mayo de 1677, todavía se siguen guardando las puertas. El 14 de julio se dice que las enfermedades de contagio ya afectan a Murcia, Cartagena y Totana. Se decreta una novena, que se baje la Stma. Cruz, además de la cuarentena habitual, y se queme la ropa que traiga la gente. Se detallan otras medidas para la desinfección como el uso de vinagre “fuerte”, romero, enebro, etc., pero como los guardas se comunican con las personas que vienen de partes contagiosas y se rozan con ellas y se vienen a la villa desamparando las guardas y permitiendo a las tales personas entrar y ponerse en contacto con otras que (se aproximan) a la cerca y van a visitar… se desconfía de la eficacia. Esto sí que nos suena, ¿verdad? (Ay de los incautos que siguen sin respetar el distanciamiento físico, aunque estemos en la fase 1).

En el verano de 1681, se habla de un inespecífico “mal de contagio” procedente del reino de Granada y también se pone guardia en las puertas.

24 mayo 1697, los médicos se quieren despedir porque no se les paga los 200 ducados que piden, justo cuando muchos vecinos estaban afectados por un brote de atabardillas y tercianas. Este tipo de calenturas, de la familia de las tifoideas, era recurrente (endémico), hasta el punto de que tenemos noticias sobre su incidencia tanto en el verano de 1710 (tercianas atabardillas) como a final de siglo, en 1786, cuando el concejo dispone el reparto de quina entre los pobres para tratarlas. En esta tierra aún se dice aquello de “eres más malo que un tabardillo”.

En 1741, se toman medidas para “precaver la peste”. El corregidor de Murcia demanda 3.900 reales para los guardas de Mairena (se supone que se debía vigilar la fuente para asegurar las condiciones higiénicas del agua).

En el acta de 28 de julio de 1753, se refiere la presencia de una extraña enfermedad que se ensaña con la población infantil: es notorio aesta Villa la universal epidemia que en su poblazion y termino se experimenta con las enfermedades de la malignidad de la sangre que a aniquilado la mayor parte de los niños causando terror la exzesiba mortandad desta espezie que trasziende ya a los adultos y cuerpos mayores sin allar los médicos remedio umano.  Ante semejante amenaza, que se cree castigo de la Dibina Justizia, el ayuntamiento había encontrado como único refujio recurrir a la dibina misericordia por medio de rogatibas publicas y teniendo la experiencia esta Villa que en semejantes contajios, abiendo sacado por las calles a la SSma Cruz, anzesado y logrado el beneficio de la salud con tan expezial patrozinio desterrando la presencia de tan expezial reliquia la infeczion y malignidad de los aires. Por todo lo cual, se acuerda que al día siguiente (29) a las 6 de la tarde se baje la Stma. Cruz a la Parroquial y se esté velando toda la noche y el día por los regidores, como el día de su festividad y el día 30 por la mañana se saque por la carrera de la prozesion del Stmo. en rogativa y a la tarde se vuelva a subir a su Real Capilla.

De igual manera, el 4 de marzo de 1765, se vuelve a implorar la misericordia divina ante el azote de otra epidemia inconcreta: Teniendo presente esta Villa la epidemia que de presente ai en este Pueblo y lo aflijidos que por ello se allan sus vezinos y lo obligada que se halla la Villa a (…) la Salud pública se acordó Inplorar ala Divina misericordia por medio de la SSma Cruz y que para ello sevaje en solemne Procesion general desde su Rl fortaleza ala Yglesia Parroquial donde se le diga una misa cantada.

En otoño de 1778 (noviembre), se habla de una nueva epidemia de calenturas y tercianas en estos términos: muchos días hace del accidente de calenturas y tercianas de qe. se allan infestadas las familias del Pueblo y campo, como tambien, la continua fatiga de los curas Thenientes y Medicos de esta villa, solicitando para su remedio el qe. se determino vaxar la Santissima Cruz a esta población; Y (…) trattada en ella el asumpto, y oydo sobre ello dictamen de físico en el arte de Medicina, y qe. la afeccion epidémica, qe expresa no es de las peligrosas, y que traen congoxa a los animos, no obstante para remedio de todo Acordo esta villa implorar el divino ausilio subiendo al castillo en publica Rogativa a la Yglesia de dha Ssma. Cruz pero lo que expondrá al puco. Dha sagrada Reliquia por tres días, y en ellos se celebrara tres Misas pidiendo por la salud publica, y qe. no se maligne la presente epidemia…

Precisamente, y a propósito de encomendarse a Dios, cabe destacar el papel activo que jugó la Iglesia como institución en la atención a los enfermos y en la contención de la epidemia de cólera de 1855. Buena prueba de ello son las indicaciones que figuran en el tomo de Escrituras Parroquiales (1800-1857) del Archivo Parroquial de El Salvador, donde hay un oficio de la secretaría del Tribunal Especial de las Órdenes, fechado en 25 de septiembre de 1854, un año antes de la crisis epidémica, en el que se encarece a toda la jerarquía eclesiástica “la mayor puntualidad en el desempeño de sus obligaciones, les recomienden y encarguen de nuevo para el caso de la aparición del colera morbo en los pueblos de su jurisdicción el mas esacto cumplimiento de su ministerio evangelico y la caridad mas acendrada, prescribiendoles ademas la inescusable residencia en sus curatos, la mas esacta asistencia a los enfermos, y eficaz cooperacion a las autoridades locales, para proporcionar los medios de curacion, previniendoles ademas vigilen con esmero y constancia la observancia de estas prevenciones y que procedan en su caso contra los omisos ó culpables con toda actividad y rigor”.

Aunque también se aprovechaba del miedo, la ignorancia y los prejuicios de la población para afianzarse en su papel. En octubre de 1854, el obispo de Cartagena, Mariano Barrio, dirigía una extensa carta pastoral al clero y al pueblo de la diócesis en la que refleja su versión sobre la naturaleza y el origen de la invasión epidémica: “una enfermedad cuyo carácter no se ha dejado calificar, que ataca con diferentes sintomas, que es benigna con unos, y fulminante con otros; de una enfermedad que para combatirla se han escrito y señalado tantos específicos, y ella con su mortifero poder diezma las familias, los pueblos, y las ciudades, sembrando el luto, el dolor y la consternación; al hablar repetimos, de este mal incalificable que aflije á unos, y amenaza á todos; vuestro Obispo dejando el campo de las investigaciones recorrido sin fruto en tantos años, y tantas naciones por la ciencia médica, debe deciros una verdad:» El dedo de Dios está sobre nosotros'» la espada vengadora de la Justicia Divina se deja ver, castigando la multitud de nuestros pecados: los hombres, y los pueblos han provocado insensatos la ira de todo un Dios, y Dios irritado castiga.” Esta filípica podría referirse a esta pandemia sin variar una coma.

Achaca también al “vicio de la carne” y al alejamiento de la religión la causa de la epidemia. Más adelante, completa su admonición en un tono apocalíptico y estremecedor: Pues bien, el azote del Cólera viene de orden Dios à recordarle sus desaciertos, y en breves momentos, y entre agudísimos dolores, y hasta sin tregua para poder testar de los afanados intereses, la agonía mas angustiosa y la muerte implacable sustituye á la vida, quedando el cadáver mismo desconocido por una fealdad que aterra, el cual hasta sin el honor de las exequias es conducido en el instante hacinado con otros á la profundidad del sepulcro. Solo la vuelta a la religiosidad y el cumplimiento de las leyes divinas predicadas por la Iglesia podría salvarlos de la epidemia.

No obstante, y para ser equitativos, también exhorta al clero a que se juegue la vida para salvar la de sus feligreses: Discípulos, y Sacerdotes de aquel Maestro Soberano que puso su vida por nosotros, debemos poner la nuestra para salvar á nuestros hermanos: debemos si la necesidad lo exije, si el azote mortifero descarga, ser víctimas de la caridad, ser mártires del ministerio. De solo el Sacerdote católico es el derecho de morir salvando á sus hermanos, abriéndoles las puertas del Cielo, purificándoles con la pureza de los Sacramentos; y todo esto por Dios. Recordemos que llamamos “cura” al sacerdote porque es quien tiene a su cuidado las almas, librándolas de todo mal.

Así que, ante la angustia física y espiritual que nos causa esta crisis sanitaria y la ausencia de remedios curativos eficaces, entendemos perfectamente el antiguo recurso a la jaculatoria: que Él (el dios de cada cual) nos pille confesados. Amén.

 

 

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