Ya en la calle el nº 1040

Celtas cortos

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Ni siquiera sé si todavía los venden en los estancos, hace un cuarto de siglo que un terrible derrame cerebral me obligó a dejarme el tabaco, pero era la marca que fumaban en mi niñez los trabajadores más humildes, los hombres del campo, porque los ancianos de mi época liaban con destreza aquellos sensacionales cigarros de picadura. No tenían boquilla, el humo era demasiado fuerte y, cuando pasaba por la garganta y llegaba a los pulmones parecía que estuviera entrando tierra convertida en gas, aunque mi abuelo afirmaba con cierta autoridad para defenderse de las acusaciones sobre la escasa calidad de su picadura, que el tabaco solo valía para arder y que para eso bastaba cualquier cosa.

El año que mi padre me permitió fumar delante de él, me fui a la vendimia de Francia, que duraba casi un mes, con un cartón de otra marca de tabaco negro más sofisticada. Ni que decir tiene que   con la tensión del trabajo y el jolgorio de los compañeros, los cigarrillos me duraron bastante menos de lo que yo había previsto. En Francia el tabaco y el alcohol tenían un precio prohibitivo, así que nos lo traíamos de España y consumíamos lo justo.  Mi padre se dio cuenta de mi falta y me permitió coger de su caja de celtas cortos, que constituía su seña de identidad pero que se alejaba bastante de mis gustos. Es lo que hay, me dijo un día de un modo asertivo.

Como el vicio me podía, durante el resto de la vendimia estuve fumando aquel tabaco amargo, insípido y bronco, explotapechos lo llamábamos, con el que empezaba mi peonada a las ocho de la mañana y continuaba el resto del día, aunque no se me permitiera por razones obvias participar en la ronda de cigarrillos del resto de los jóvenes, ni en las partidas de julepe cuyo capital de la apuesta era, asimismo, el propio tabaco.

Conocí, gracias a esta experiencia, las hieles del vicio pobre, pero me mantuve firme, porque prefería cualquier cosa que ardiera y cuyo humo pudiera tragarme que el aburrimiento   inmenso de aquellas jornadas duras de trabajo; el tabaco nos daba un respiro, valga la paradoja, nos acercaba los unos a los otros y nos reconciliaba con nuestra condición humilde de braceros sin horizontes. Reconozco que yo trampeaba, de alguna manera, porque mis perspectivas de futuro habían sido siempre muy diferentes a las del resto de mis colegas de tajo. Allí éramos todos jornaleros pero en mis sueños y en mis deseos una fuerza me empujaba constante hacia un porvenir donde no faltarían los libros, la escritura e incluso las clases con las que podría mantenerme.

No había proyectado nunca un destino dorado, abundante y opulento, el dinero me interesaba lo justo para poder hacer otras cosas, pero era evidente que no llenaría mi vida jamás; de hecho elegí el peor camino universitario para medrar en los negocios o en la política y muy pronto, cuando tuve la oportunidad, me dediqué a llevar a cabo mis sueños, una vida plácida con las necesidades cubiertas y tiempo para la literatura.

Pero entonces, con quince años casi recién cumplidos y un enorme cajón de celtas cortos que mi padre tenía a bien compartir conmigo, todavía estaba lejos de cualquier anhelo; a veces mis amigos, los hermanos Carrasco, se apiadaban de mí, y me ofrecían uno de sus cigarrillos rubios, que yo me fumaba con delectación inédita, o raramente comprábamos en el pueblo más cercano, donde siempre íbamos andando, alguna marca francesa como se compra un producto escaso y preciado. Luego, a la mañana siguiente, a las ocho en punto, yo encendía, de nuevo, el primer celtas cortos del día y notaba la bomba de calor y el enardecimiento de los pulmones.

Han transcurrido más de cuarenta años y ya no fumo por prescripción médica pero tengo la impresión de que de todo aquello apenas han pasado unos pocos meses.

 

 

 

 

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