Ya en la calle el nº 1037

Caravaca en los tiempos del cólera

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Pedro A. Muñoz Pérez/ [email protected]

Parafraseando a García Márquez, me dispongo a cerrar la trilogía sobre las epidemias en Caravaca con la que he intentado recrear, sin otro fin que despertar la curiosidad histórica, lo ocurrido en otros episodios similares al que estamos viviendo. En este caso, se trata de la epidemia de cólera de 1855, de la que nos separa un lapso temporal considerable, pero que, en algunos de sus detalles, resulta notable el paralelismo con la situación actual.

Hay un artículo muy interesante del añorado Gregorio Sánchez Romero, cuya lectura recomiendo encarecidamente: Las epidemias en Caravaca de la Cruz (Murcia): el cólera morbo asiático de 1855 y 1885 (el documento digitalizado está disponible en internet). Sobre esta epidemia concreta, procedente del Indostán y que, como solía ocurrir, se introdujo en España a través de los puertos donde atracaban los barcos procedentes del Mediterráneo oriental, nos dice Gregorio que, en septiembre de 1854, ya se tiene noticias de que había afectados en los pueblos colindantes a Caravaca y el ayuntamiento decide organizar una “junta de salvación pública” y suspender la feria. Además, se hicieron rogativas bajando la Cruz en procesión y durante casi un año se tuvo la impresión de que la población se había librado. Sin embargo, en julio de 1855, los casos empezaron a multiplicarse y su incidencia se disparó en los meses veraniegos. La mortalidad fue muy alta y afectó a todas las clases sociales: murieron hasta el propio alcalde, José Mª Aznar Reina, y otros prebostes; sin embargo, algunos personajes relevantes se ausentaron de la población abandonando sus cargos y responsabilidades, entre ellos el médico Miguel Jiménez (Gimenez) de Cisneros, que dejó a su suerte “el distrito de enfermos pobres”.

Sobre los efectos de la epidemia en la ciudad de Caravaca, encontramos un documento de gran valor testimonial en la prensa de la época. El periódico El Liberal Murciano publicaba, en su número de 30 de agosto de 1855, una extensa y desoladora misiva, fechada el 18 de agosto, en la que se hace una crónica descarnada de la devastación que produjo en todos los ámbitos de la sociedad caravaqueña. Según la carta, la epidemia tuvo su primera manifestación el 9 de julio “cubierto con las tinieblas de la duda y con el terror de la sorpresa”. Entre los días 10 y 13 se producen las primeras cuatro defunciones. Se confía en que la enfermedad no arraigue, pero “Caravaca estaba señalada por el dedo de la providencia á sufrir esta vez los rigores de la Divina ira”. Hasta el 18 de julio se producen “treinta invasiones” que “llevan al sepulcro a 14 víctimas estendiéndose por la población el lúgubre manto de la muerte”. Ese mismo día se declara oficialmente la epidemia. Las autoridades, al mando del alcalde José María Aznar y Reyna, los 3 médicos titulares y el cirujano redoblaron sus esfuerzos poniendo en práctica cuantas medidas consideraban convenientes para mitigar el azote de la enfermedad que no cejaba. El comentario tétrico que hacen los redactores de la situación es suficientemente explícito: “Desde ese espantoso día del 18 de Julio se corrió un denso velo á la alegria y a la calma: los gemidos y el desconsuelo brotaban del corazón y resonaban por todas partes la congoja y la consternación pintaba los semblantes”. Entre el 24 de julio y el 4 de agosto tuvo su punto álgido “arrancando de 38 a 50 víctimas diarias”. Lo que viene después es de una crudeza difícil de reflejar si no es haciendo una transcripción literal, que no procede incluir aquí por su larga extensión. Digamos que la desesperación y la impotencia se adueñaron de las voluntades. Hubo de todo: actos de heroísmo y abnegación, pero también de cobardía y escapismo. El miedo es libre y cada uno lo administra como puede. Algunas familias emigraron (el caso más significativo fue la huida del médico-cirujano y regidor don Miguel Jiménez de Cisneros, que se ausentó con su familia, recluyéndose en su finca de Gollarín, en la medianoche del día 29 de julio, así como otros tres concejales más y algún fiscal y procurador de los juzgados, que no pudieron soportar la virulencia de la epidemia. El día 25 se contabilizaban más de 1.000 enfermos y hubo de recabarse ayuda médica de Cehegín, desde donde se desplazó un joven médico cirujano que, al decir de los redactores, “se lanzó en medio de los horrores en lo fuerte de la epidemia, cortó los espesos gases de infección que se le oponían a la entrada; sereno pasó sobre los cadáveres…” Entre las víctimas se cuentan algunas personalidades: el juez, el síndico del ayuntamiento y el propio alcalde, don José María Aznar y Reyna, cuyo arrojo y conducta responsable y comprometida se ponderan con alabanzas. Sobre el concejal Marcos Buendía se relatan acciones de acendrado heroísmo: “no desatendía por un momento los hospitales de coléricos: suplia de sus propios intereses los crecidos gastos que exigían; personalmente verificaba la traslación de los enfermos; apoyando se le admiraba muchas veces la camilla; de noche ausiliaba la conducción de montones crecidos de cadáveres, llegando el caso de tener que colocarlos en los carruages para animar con su ejemplo á los que desmayaban por el terror y el cansancio”, llegando incluso a salpicar su uniforme de subteniente de la Milicia con los vómitos de los coléricos. Los miembros del clero y de las juntas de sanidad y beneficencia, los dos farmacéuticos, la Milicia Nacional e incluso la Guardia Civil, “apareciendo mezclados los individuos de tan beneméritas instituciones, formando ese lazo indisoluble que debe mediar entre el Egército y la fuerza ciudadana”, los miembros de la “clase facultativa” y de los “escribanos numerarios”, que acudían “en medio de los rigores de la epidemia á formalizar las disposiciones testamentarias, tan precisas para la tranquilidad de las familias”, todo el entramado social movilizado para contener en lo posible el embate del mal entre la población. El día 5 de agosto remitieron los contagios y las defunciones, “si bien la calamidad estendió su furor al campo”, adonde se trasladó la actuación voluntaria del “activo facultativo de la capital” don José Ferrer, así como “los socorros de la Junta, las medidas de higiene y la provisión de medicamentos”. Las cifras de las víctimas que dejó la epidemia en la ciudad de Caravaca son aterradoras: de unos 6.500 habitantes, se produjeron 1.400 contagios y 650 muertes (el 10% de la población).

Sobre los estragos de esta epidemia en los campos, así como de la última de cólera registrada en 1885, hay también cuantiosa materia informativa. Pero esa es otra historia y también está recogida en el libro que ya citamos sobre Archivel. No abundemos más en el tema, por ahora. Bastante tenemos con lo nuestro.

Por último, y con la esperanza de que esbocen una sonrisa, les invito a que lean las curiosas recomendaciones que, en el diario La Paz de Murcia, de fecha 2 de septiembre de 1865, se hacían para el caso de que se presentara un nuevo brote:

Un médico estrangero residente ahora en Cartagena publica el siguiente modo de vivir en tiempos de cólera asiático.

No comer ni beber mucho; no hacer uso de los cafés, ni casinos durante la peste.

Ser moderado en todas cosas, especialmente en los placeres sensuales.

Tomar una taza de té por la mañana temprano, con una tostada.

Hacer uso de alimentos sanos: no comer fruta de ninguna especie.

Beber en la comida, una copita de vino bueno.

Trabajar sin fatiga.

Desinfectar las habitaciones, con fumigaciones de alquitrán. Grande limpieza en el cuerpo, en la cama, en la ropa, en las casas. EN TODAS COSAS.

No salir de noche fuera de su casa.

Vivir con grande tranquilidad de espíritu.

Llamar al médico al PRIMER SINTOMA de indisposición.

Dormir con los balcones y ventanas cerrados.

No tomar leche.

Evitar el aire impuro de lugares inmundos.

No esponerse al aire inmundo de la madrugada.

Tener en el pañuelo de mano, un pedacito de alcanfor.

Irse a la cama temprano.

Té, pan, arroz, huevos frescos, menestra, sopa, carne cocida o asada, pollo o gallina, pescado fresco, dulce y vino generoso.

Consultar a los médicos constantemente.

Quemar en las calles todos los días, durante que el aire esté infestado, barriles de alquitrán para expeler la peste de la atmósfera.

Hacer súplicas a Dios en las iglesias, todos los días, para que sea servido salvar á esta población de los horrores de la peste. Sin Dios, nada.

Tener confianza en Dios; no tener miedo a morir; porque la muerte es la única cosa cierta que tenemos en este mundo. Cada uno tiene su hora de vida, y su hora de muerte. Dios gobierna todo.

Mucho ánimo y fuerza en los corazones, conciudadan@s

Sobre el mismo tema puede consultarse este artículo de Francisco Fernández también publicado en El Noroeste: La epidemia de cólera-morbo del verano de 1855 en Caravaca

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