Ya en la calle el nº 1040

Cansera

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Eran frecuentes los suicidios durante mi infancia, aunque no estaban bien vistos y sobre ellos caía una capa de tragedia y de vergüenza, que el finado parecía arrojar contra el rostro de toda su familia y, por extensión, contra el pueblo entero. En mi casa se contaban hechos terribles de hombres y mujeres que habían acabado con su vida por un impulso cerril y desmedido. Era el caso de aquella muchacha que se había tirado desde la almena del castillo porque su padre le impedía casarse con el hombre de sus sueños; o por esa cansera a la que aludía el poeta archenero Vicente Medina y que no es otra cosa que un cansancio existencial, una desgana de los días y las noches propio de los espacios rurales.

El hombre del campo se enfrenta cada jornada a la desilusión y a la fatiga constante. Durante meses labora su tierra o apacienta sus animales, pero en un solo momento, cualquier catástrofe climatológica, una sequía empecinada o una enfermedad desconocida pueden acabar con toda su esperanza.

Harto de los vaivenes de la fortuna, adversa con frecuencia, esclavizado y roto, advierte el estado de postración y de miseria en que se halla su casa, mira al cielo que continua raso todos los amaneceres, a la esposa que deambula por la cocina hastiada y esconde el rostro a sus requerimientos, y a los hijos, a los que tal vez no podrá dar un futuro mejor al suyo; y de repente toma la decisión de que la vida no vale nada y de que la creciente amargura y el malestar constante lo paga muy a menudo con su mujer y con sus vástagos, mientras cada mañana, muy temprano, acude a la cita del bar y los amigos, donde lo aguardan un café, unas copas de coñá barato y la cháchara inútil y monótona de la tertulia.

Nada merece la pena en esa existencia sin brillo, en la que únicamente el sudor y los callos de las manos, las constantes privaciones y la decepción continua tienen su lugar y su aposento. Las horas parecen idénticas y no hay una jornada mejor a la otra, un instante de luz.

Todo es tristeza, pues, y murria y cansera, esa debilidad del alma sin remedio. Entonces, el hombre llega hasta la última puerta tras la que ya no hay nada, y la mujer agacha definitivamente su cabeza, porque ha escuchado tantas veces los mismos insultos que ni siquiera los golpes le causan mayor daño.

Suele haber una cuerda a mano, un clavo fuerte o una argolla en la pared del corral o una rama de una olivera donde sujetarla. En ocasiones, se trata del hueco de una ventana sobre una calle solitaria. El resto es tan sencillo y horrible como la propia muerte. Nada.

Durante mucho tiempo estos cuerpos no fueron enterrados en sagrado, acaso porque las autoridades eclesiásticas juzgaban de forma prematura a aquéllos que habían obrado con absoluta libertad acerca de su vida, y los condenaban sin paliativos, como si Jesús no hubiese venido al mundo y hubiese padecido muerte por todos y cada uno de nosotros, incluidos los que atentan contra la ley de Dios o los que ni siquiera creemos en ella.

Sentados frente al fuego en las largas noches del invierno moratallero, mis abuelos relataban viejos sucesos, entre los que no faltaban nunca una muerte violenta, un asesinato misterioso o un suicidio imprevisto y extraño. Al fin y al cabo, detrás de cualquier muerte buscada y consentida existe siempre un abismo de incomprensión y de vértigo. Nunca quedan claras las causas ni tranquilas las conciencias de quienes más cerca estuvieron de la víctima, pero si el tráfago diario de la gran ciudad, la tensión continua del trabajo y el estrés cotidiano resultan perjudiciales para la salud, la aparente tranquilidad del campo y del pueblo encierra dramas insondables, conflictos irresolubles y la certidumbre de que, en efecto, somos seres arrojados en el tiempo y extraviados en su laberinto invisible, abocados a un final indeseable y seguro. De nosotros depende, en ocasiones, precipitar los acontecimientos y proceder como los viejos dioses airados contra   ellos mismos. Forma parte, al fin y al cabo, de nuestro libre albedrío y de nuestra condición humana.

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