Ya en la calle el nº 1040

Aromas de Navidad en Caravaca

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JOSÉ ANTONIO MELGARES/Cronista Oficial de la Región de Murcia
Dicen que cada pueblo tiene un olor diferente y propio que le aporta personalidad, y ello es claramente perceptible en lugares como Aguilar de Campó (Palencia) donde se huele a galleta. Lorca olió durante lustros al curtido de la piel y Molina de Segura a ajo por culpa de una industria de envasado de este producto natural. En los pueblos ribereños se huela a mar y cerca de las lonjas, a pescado. Pero todos conservamos en nuestra memoria olfativa aromas de niñez y adolescencia, difíciles de olvidar a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios en las costumbres sociales. Aromas de pueblo que cobraban intensidad en determinadas épocas del año y más concretamente en los días previos cada año a la Navidad.

El aroma tradicional de Caravaca durante todo el invierno era el que aportaban las chimeneas, a leña quemada en el hogar doméstico, único sistema de calefacción hasta la llegada de las estufas de butano o eléctricas. Y no sólo las chimeneas domésticas sino los hornos día y noche encendidos, cociendo en estas fechas las confituras de pascua, y de las panaderías diseminadas por toda la ciudad.
A ese aroma general había que añadir los aromas particulares que inundaban las cercanías a determinados puntos de distribución de alimentos, al margen de la mezcla de aromas de muy diversa naturaleza que aportaba el mercado de abastos con entrada por la puerta de la Cuesta de la Plaza y por la Gran Vía. Invito al lector a recordar las inmediaciones de los hornos de “La Paz” en la Pl. Nueva, el de “la Pepita” en la C. Mairena o el de “Ramírez” en la C. Nueva; el de La Puentecilla, el de la Pl. de Nicolás Pérez, el del camino del Jardinico y tantos otros diseminados por la geografía urbana, donde se olía a romero y sabina apilados en la puerta de los mismos para quemar en su interior. A pan recién horneado y a mantecados fabricados en las casas, transportados con mimo en llandas brillantes, cubiertas con paño de impoluta blancura, por mujeres que ostentaban orgullosas el resultado de viejas recetas heredadas de sus madres y abuelas.
También desde el horno al hogar de donde partían y regresaban, había ráfagas de aroma a tartera, que animaba los jugos gástricos de quienes se cruzaban, y que en la mayoría de los casos provocaban elogios hacia el manjar humeante y sabroso en cuestión.
Otros aromas almacenados en el recuerdo eran los que ofrecían los comercios de “ultramarinos y coloniales” antes del envasado hermético de los productos a que ahora se obliga. Estas tiendas no precisaban de rótulo alguno que anunciase su ubicación. El olor te conducía hacia ellas tiempo antes de llegar. Los “ultramarinos” despedían sobre todo, aromas a bacalao (vendido al corte en su interior) y también a una mezcla de alimentos allí ofrecidos a granel en sacos apilados en su interior o a las puertas del comercio. Aceite servido con medidor manual activado con manivela mecánica. Sardinas “de cuba (por el envase de madera y no por su procedencia), servidas en papel “de estraza”, que en casa se prensaban en el quicio de una puerta. Grandes latas de atún en aceite o escabeche, servido su producto al peso a la clientela, o en bocadillos para el almuerzo o la merienda (a los que se aportaba chorreante jugo de tomate y a veces salsa mayonesa) y embutidos, de los que en Caravaca hay tanta abundancia. Tiendas de ultramarinos y coloniales de esta naturaleza había en todos los barrios y también invito al lector a recordar la suya. A manera de ejemplo me referiré a las de Andrés Aroca en El Pilar, Alfonso “Supremo” en la C. Mayor, Alonso “Diez Reales” y Los Elías en Rafael Tejeo. Las Manuelas y el tío José Izquierdo en las inmediaciones de la Cruz de los Caídos. Cruz Barreras y Carricos en las cercanías del Puente Uribe y tantas otras a los que el lector pondrá nombre ya que su aroma permanece aún en sus fosas nasales.
También hay que recordar el aroma aportado por las panaderías antes y después de fracasar aquella panificadora o cooperativa de panaderos que se estableció cerca de la actual plaza de Paco Pim (antes Elíptica).
A lo largo del año, y no siempre coincidiendo con las cercanías de la Navidad en el calendario local, otros aromas identificaban el lugar urbano de la ubicación de determinados sitios. De nuevo propongo al lector recordar los perfumados aromas que desprendía el comercio de “La Papirusa” en la C. Mayor, por la venta de colonias a granel ofrecidas en su interior a la clientela en tubos de ensayo o probetas, o mediante servidores mecánicos activados con manivela manual. El que desprendían las farmacias de D. Pedro Antonio, D. Dionisio López, D. Luís Sánchez Caparrós, D. Orencio Bravo y la de D. Cayetano Rodríguez (Botica de las Columnas en la C. Poeta Ibáñez). El desprendido de las tabernas donde se servía vino, también a granel, en botellas que aportaba el propio consumidor, como la taberna del Rascao en El Pocico, los “Faralá” en La Glorieta y otras en diferentes lugares de la ciudad donde se servían vinos de Bullas, Jumilla o La Mancha. La palma en los aromas vinculados a las bebidas alcohólicas se la llevaba el establecimiento de Ángel López Guerrero en La Canalica (Sor Evarista) donde se fabricaba anís, licor café y tantas otras bebidas por ellos mismos fabricadas que trascendían al espacio temporal de la Navidad.
Otros aromas que identificaban el lugar donde se ubicaban eran los que desprendían las herrerías de José María Corbalán en La Glorieta y Mariano Calín en la Pl. Nueva. Los talleres de joyería de José María “el Chavo” (cuando La Canalica va a encontrarse con la Gran Vía), Antonio Ros en la C. Nueva, Rafael Orrico y Longines, así como las fontanerías, y ello por los ácidos utilizados en el trabajo.
Los de las carpinterías de Luís Zarco (en la C. de Ródenas, hoy Gregorio Javier), Agustín Llana (en la C. Colegio), Firlake (en la C. Nueva), Mixta (en la C. de las Monjas) y tantos otros, a aserrín y polvo procedentes del corte de la madera.
Fueron tiempos de puertas abiertas en talleres y comercios, y también de autenticidad en los productos, antes de la llegada del obligado envase hermético que aumenta la higiene y la asepsia pero priva a los sentidos de sus sensaciones tradicionales.
Con aromas navideños de la Caravaca que vivieron nuestros abuelos y nuestros padres, y también los de mi generación en nuestra niñez y primera adolescencia, hago llegar mi más cordial felicitación navideña a cuantos lectores siguen semanalmente los viejos recuerdos y vivencias de este Cronista.

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