Ya en la calle el nº 1041

Aquellos sábados del invierno

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Por San Blas me traía mi madre del mercado de los sábados la figurilla con el cordón para colgármelo en el cuello. Yo me quedaba acostado dormitando a ratos y entraba un lujoso sol invernal por la pequeña ventana del dormitorio. Fuera hacía frío, porque incluso la luz tenía ese tono helado del mes de enero, pero yo seguía bajo las sábanas y las mantas esperando a que llegase mi madre con la compra de la semana y las noticias que solo ella sabía transmitir con esa gracia particular. Luego, con el tiempo, seguiría siendo ella la que mejor me contaba lo que le habían dicho de mí en la calle, con el orgullo irreprochable de la persona que te ha parido.

 

Pascual García ([email protected])

Por San Blas me traía mi madre del mercado de los sábados la figurilla con el cordón para colgármelo en el cuello. Yo me quedaba acostado dormitando a ratos y entraba un lujoso sol invernal por la pequeña ventana del dormitorio. Fuera hacía frío, porque incluso la luz tenía ese tono helado del mes de enero, pero yo seguía bajo las sábanas y las mantas esperando a que llegase mi madre con la compra de la semana y las noticias que solo ella sabía transmitir con esa gracia particular. Luego, con el tiempo, seguiría siendo ella la que mejor me contaba lo que le habían dicho de mí en la calle, con el orgullo irreprochable de la persona que te ha parido.
Pero aquellos sábados de mi infancia no han tenido después parangón, aunque el mundo estaba fuera, en la calle, y a mí nunca me gustó del todo, tal vez por exceso de timidez, acudir al mercado y mezclarme entre la gente, observar los puestos y la destreza verbal de los vendedores, ese bullicio franco y brutal de la vida de los mercados, esa savia generosa del pueblo que satisface sus necesidades y adquiere hortalizas, verduras o zapatos en oferta mientras saluda a los amigos y a la familia y disfruta del día festivo.
A veces traía churros y yo la olía desde el portal con el cucurucho caliente y suculento de papel de estraza, o compraba pipas y quicos, en aquellas bolsas donde iban mezclados, que nos comíamos en la sobremesa mientras empezaba la película en una especie de ceremonia doméstica inigualable.
Pequeña y frágil, en apariencia, traía dos capazas llenas de alimentos para toda la semana y, muchas veces, una sorpresa para mí, cuando yo era todavía muy pequeño y mi hermana no había nacido aún. Pero lo que traía con ella, sobre todo, era la alegría de vivir, el aire fresco de las calles, las noticias nuevas de la gente, el azul frío del cielo de enero en su rostro dulce. Y aquellos sanblases, que no eran exactamente un juguete, pero que yo los recibía como tales.
Era un tiempo de escasez, pero tampoco lo sabíamos, porque no podíamos comparar con ningún otro tiempo, como ahora, aunque mi madre decía aquello tan repetido de hay que mirar mucho la peseta,porque para los pobres siempre hubo crisis. Después del mercado, mi madre me traía churros, pipas y quicos y, para San Blas, aquella figurilla con un cordón para colgármela del cuello, pues era fama que protegía a los niños de las enfermedades de la garganta. Yo no sabía tanto ni le echaba cuentas a lo que mi madre me iba contando, pero me gustaba el muñequito y me lo colgaba al cuello como un regalo del invierno pleno, que en Moratalla se afianzaba de verdad a finales de enero, porque solía nevar al mes siguiente y las heladas menudeaban por aquellas fechas.
Quieto y sumergido en el apacible estuche de mi cama, con las sábanas y las mantas que mi madre me había ordenado por la mañana otra vez, pues yo solía moverme mucho de noche y mi madre no sabía qué hacer conmigo para que no me destapara, permanecía en un estado de duermevela buena parte de la mañana, atento a los sonidos naturales de la casa y a las señales del sol en la ventana, confortablemente tendido, en aquel tiempo lejano en el que aún me gustaba dormir como una marmota hasta más allá del mediodía, a veces hasta las dos de la tarde, cuando, una vez puesta la mesa, me llamaban desde la cocina para comer.
Nunca he vuelto a dormir como entonces, ajeno al ajetreo de los mayores, tan inocente y feliz.

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