ISABEL MARTÍNEZ LLORENTE/PROFESORA
Cada cual mide el tiempo a su manera. Contamos días, meses, años; hay quien alude a primaveras, quien piensa en estaciones. Otros organizamos nuestras biografías inaugurando el año cada mes de septiembre.
Desde pequeña, la nueva vuelta al mundo comenzaba con el primer día de clase. Acudíamos a la fila asignada del patio del colegio dejando atrás un verano transcurrido en las calles del pueblo, un estío que casi siempre sentíamos eterno (qué lento pasa el tiempo cuando todo está por descubrir, cuando la vida y sus misterios aún no tienen nombre). En la mente del niño todo es fantasía originaria y el discurrir del día gira sin prisa. En aquellos veranos, las noches de calor, que eran casi todas, salíamos “al fresco” y en los ya casi inexistentes corros de vecinos la palabra adquiría su sentido más primigenio al ser pronunciada en voz alta, cuando alguien relataba la aventura diaria para los otros. Así debieron hacerlo los primeros hombres en torno al fuego. Hoy esa hoguera se ha trasladado a una pantalla fría que no nos permite calibrar la mirada (que también habla) de quien cuenta la historia. Hoy no hay comunidad sino escaparate. Entonces comprábamos los libros y comprábamos también su olor a nuevo, el placer exquisito de ponerles un forro que protegiera los saberes del mundo de golpes y arañazos. Sus páginas contenían un año de expectativas.
Luego llegó el instituto. Ya éramos adolescentes que anhelaban caer en un grupo amable, hacer amigos para toda la vida, crecer. Y allí por vez primera descubrimos la física con toda la química que lleva dentro, las regiones y mundos de una geografía que aún desconocíamos (porque internet no había invadido el mundo y los móviles, extensiones de nuestra mano, estaban solo en la mente de algún iluminado). Fue en el instituto donde resonaron culturas de otras latitudes con el timbre de lenguas extranjeras. Y allí fue donde nos asomamos a la literatura, que cobró la voz de los autores de siempre que siguen siendo modernos: Garcilaso y Machado, Baroja o Gil de Biedma… Y me cambió la vida. En el IES Vega del Argos, mi instituto, un profesor de nombre Juan de Dios construyó, cuando aquí no existía, un grupo de teatro que nos ha regalado sueños a muchos de nosotros y ha dado vocaciones: Susi Espín, Fernando Ripoll, Antonio José Ruiz…
Después llegó el exilio: fuimos a las ciudades, cursamos una carrera, nos lanzamos a la vida de adultos.
Han pasado los años o los cursos, que viene a ser lo mismo. Hoy miro desde este lado de la mesa, con la pizarra y la tiza como emblemas de progreso, a todos estos jóvenes que llegan cargados de futuro, a aquellos más inquietos y también a todos los que callan, porque en esos silencios los profesores somos un mapa de ciudades aún por explorar. En septiembre, como cada septiembre desde que era una niña, comienza el año nuevo y, desde que soy docente, como muchos docentes, viene con la esperanza de que sea fructífero, de que podamos alumbrar siquiera una inquietud en tanta savia joven. Feliz año nuevo.