Ya en la calle el nº 1040

Andamos en ello

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])
Tenemos la mala costumbre de olvidar con mucha frecuencia nuestro origen, la leche que mamamos y la tierra que nos vio crecer, y, de paso, demonizar a quien frecuenta a menudo ese país complejo e imprescindible de la memoria e indaga en sus laberintos, y en la oscuridad de sus recovecos. Nos han enseñado a no preguntar demasiado acerca de otras épocas y a callar las viejas leyendas del miedo y de la noche. Es lo que tiene cargar con un pasado de guerra y de terribles represiones.
Tal vez por eso nos extrañan tanto las conductas de hombres y mujeres en otras culturas, su aparente estado de barbarie, cercano en ocasiones al salvajismo, sobre todo en países donde la religión prevalece sobre los derechos del hombre, sin percatarnos de que alguna vez también nosotros fuimos así, sin darnos cuenta de que a nosotros también se nos gobernó con leyes casi sagradas y otras supercherías del estilo. Aquellos viejos usos sociales no distaban tanto de estos otros que nos conmocionan a diario en el televisor.
Es terrible el trato que dan a la mujer en buena parte del tercer mundo y en nombre de altas instancias religiosas, pero a mí no se me ha olvidado que en mi infancia las mujeres no fumaban ni bebían en público, no salían solas a pasear, no llevaban pantalones y no entraban en bares a tomar una caña y una ensaladilla, por ejemplo y, mucho menos, una copa. Todos las desgracias familiares les afectaban a ellas, de tal modo que solo las madres, las hermanas, las abuelas y las hijas cargaban con el luto riguroso de la ausencia de algún ser querido. Las lágrimas eran su patrimonio y los signos externos de la desgracia, que las obligaba, además, a no salir a la calle durante unos cuantos días, mientras los hombres de la casa seguían a lo suyo, más o menos afectados, pero libres.
Expertas en todas las labores domésticas, nunca se referían al sexo en una conversación cualquiera, no se les reconocía un trabajo oficial, pero trabajaban tanto o más que el marido, aunque no se les permitiera blasfemar a modo de desahogo, porque una mujer debía guardar la compostura, mantener una discreción a prueba de bombas, evitar la exhibición de sus gracias corporales, no bañarse ni lavarse el pelo en exceso, acudir a misa y acompañar con sus lágrimas a otras dolientes, cuidar de los niños y de los enfermos y envejecer vestidas con un negro perpetuo que les escamoteaba algún amago de alegría o de esperanza.
Observo con atención documentales sobre el mundo árabe y las veo a ellas atareadas con su prole, ataviadas con sus túnicas prolijas y sus muchos velos y me acuerdo de algunas viudas de mi infancia, de las que perdían a un hijo o a la madre y quedaban condenadas a portar para siempre el estigma de su tragedia íntima en la forma de un castigo que, desde luego, no merecían.
No veo que haya tantas diferencias entre ellas, quizás porque el ser humano ha de pasar por una serie de etapas hasta conseguir civilizarse del todo o porque la manera en que nos relacionamos los unos con los otros sea tan relativa como las diversas creencias y las distintas comunidades repartidas por el planeta.
De momento andamos en ello. Reivindicamos la igualdad de géneros en el tercer mundo, pero no hemos resuelto aún el acoso de los más débiles y la violencia doméstica del nuestro; se nos llena la boca con los derechos humanos, pero inventamos cualquier pretexto para invadir a diestro y siniestro en nombre de una democracia que ni siquiera nosotros respetamos. Paciencia y barajar.

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