Ya en la calle el nº 1040

Anatomía del Príncipe de las Letras

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

ANTONIO FERNÁNDEZ

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) viene de Nueva York a Madrid todas las primaveras para descansar en su casa ajardinada, con siesta incluida, y algunas mañanas, cuando la ciudad está recién despierta, sale a pasearAntonio Muñoz Molina montado en bicicleta, conduciendo la mirada por las calles desiertas todavía, recogiendo sensaciones e ideas para darle luego al teclado del ordenador. Fue uno de los primeros escritores que escribía con esta nueva tecnología siendo consciente del descrédito que algunos literatos que venían de la pluma Parker o de la Olivetti le tenían al ordenador, el cual, afirmaban, te destrozaba el estilo. Pero de momento el PC no le ha bloqueado a Antonio Muñoz Molina ni le ha derrumbado el imperio de sus letras; en todo caso, le ha dado velocidad, constancia y calidad. Y si así no hubiera sido, no le habrían concedido el pasado miércoles 5 de junio el Príncipe de Asturias de las Letras 2013, cuando Muñoz Molina, ya digo, había recién llegado a Madrid para descansar, para escribir, leer, pasear en bici y no viajar. Al escritor le llegó la noticia de su premio por la mañana y tuvo que hacer una tregua a su descanso para atender durante todo el día a los medios de comunicación de todo el mundo.

Al mundo vino Muñoz Molina de manos de una comadrona en el ‘cuarto de la viga’, una buhardilla de alquiler en la que se habían metido sus padres al casarse. Como durante sus primeros seis años de vida fue hijo único, nieto y sobrino casi único, sus padres, abuelos y tíos le tenían un mimo especial y le regalaban tebeos, caramelos y se lo llevaban con frecuencia al cine. Muñoz Molina aprendió a leer y a escribir en una escuela de las que llamaban “de perra gorda”. Luego siguió su formación en los jesuitas esperando a que, como venía de una familia de trabajadores, cumpliera los doce años para dejarse los libros y coger el azadón. Eran los tiempos aún de la posguerra, si bien la tardoposguerra, la de la inyección americana y la España del sarao y Lola Flores, pero posguerra al fin y al cabo. Dice el escritor jerezano que en la radio la gente reconocía exactamente su propio mundo sentimental, y recuerda con cariño a su abuela Leonor, a su madre y a su tía Juani, que se pasaban las mañanas de Navidad escuchando y cantando villancicos mientras hacían “sus labores”, expresión que venía del lenguaje oficial de entonces. Mientras tanto, el joven Antonio se maravillaba cuando iba descubriendo a Julio Verne, a Mark Twain, Dumas, Stevenson. Finalmente, su maestro Luis Molina consiguió convencer al padre del chico parra que éste siguiera formándose.

Con el paso de las décadas se iban dejando caer con tibieza por la radio algunas canciones del mundo anglosajón, de ese mundo que sonaba a libertad. Muñoz Molina empezaba a sentir entonces especial inclinación por el jazz, la música clásica, los Beatles. Más adelante llegarían las lecturas de Borges, Onetti, Cervantes, Galdos, Joyce, Proust, etc. A los 18 años se marcha a Madrid a estudiar periodismo con el sueño de convertirse en autor de obras de teatro de agitación política. Pero el contraste de la gran ciudad con su visión aún de pueblerino le hizo volver a Úbeda a finales de curso para empezar la carrera de Geografía e Historia con la especialización en Historia del Arte ya en Granada, ciudad en la que pudo al fin ir desarrollando su vocación de escritor. Trabajó en una oficina del Ayuntamiento organizando conciertos y actividades culturales que le permitieron conocer a grandes músicos. También conoció a escritores cuando empezó a publicar artículos en el Diario de Granada; dice que el periódico le enseñó a escribir con regularidad y disciplina, con límites fijos. El poeta Pere Gimferrer se fijó en sus artículos y le dijo a Muñoz Molina que si había escrito alguna novela. El poeta se la publicó y la primera novela de Muñoz Molina, Beatus Ille (1986), sorprendió al mundo literario. Luego llegaban El invierno en Lisboa (1987), El jinete polaco (1991), entre otras obras que paralelamente venían acompañadas de reconocimientos de prestigio: el Nacional de las Letras, el Planeta, el de la Crítica, el González – Ruano de periodismo, etc. Enseguida, tan solo con 39 años, lo eligieron miembro de la Real Academia Española, convirtiéndose en el más joven en ingresar y asintiendo tímidamente a la frase que le dijo un escritor en alusión a sus premios y méritos precoces: «Chaval, te has saltado la cola».

A Muñoz Molina lo empezaron a leer en los ochenta los jóvenes que ahora tienen ya casi medio siglo y que inauguraron la movida madrileña, dieron vida a la noche y se cargaron al sereno. Era Muñoz Molina, junto a otros (Julio Llamazares, Javier Marías) hijo escritor de la Democracia, con lo cual también le leían con mucho interés fuera de España. A mitad de la década de los noventa cruza el Atlántico para instalarse en Nueva York, ciudad que le ha influido mucho en su escritura con ese toco de novela negra poética. Aunque siempre ha tenido delicadeza y predilección por retratar España, las Españas, a los españoles de su época y a los españoles de la Guerra Civil, en especial a los republicanos, a Ignacio Abel, protagonista de La noche de los tiempos (2010), su novela más ambiciosa y extensa.

Normalmente vive en Nueva York con su esposa la escritora Elvira Lindo y con sus cuatro hijos. Y a Madrid viene a descansar, a pasear en bici y, de repente, sin querer ni desear, le hacen romper sus planes de quietud y le dan el premio Príncipe de Asturias por todo su trayectoria, por ser escritor comprometido con su tiempo, por relatar episodios relevantes de la historia contemporánea, etc. Pero lo íntimo vino por la noche, en Internet, cuando publicó en su página unas declaraciones extraoficiales dirigidas a sus admiradores: «Después del alboroto, disfruto del silencio de mi casa y mi cuarto. Elvira y yo nos hemos despedido de los amigos, hemos ido paseando hasta una taberna de esa zona que nos gusta tanto de detrás del Retiro, hemos cenado algo a solas, hemos vuelto un poco desvanecidos en un taxi. Y al llegar aquí me he dado cuenta de que sigo ejerciendo con éxito el arte de perder: me he dejado el teléfono en la taberna».

Éste es el escritor, Muñoz Molina, trabajador incansable, amante del arte, hilvanando tiempos y noches, con una prosa que te lleva mansamente, como un jazz que lloviera siempre al abrir uno de sus libros. Ahora, cuando él pensaba descansar en la primavera madrileña, le ha tocado el Príncipe de las Letras 2013, y esto ensanchará su reputación y también su agenda. Qué quedará de aquel descanso primaveral. Al día siguiente de la concesión del premio publicó lo siguiente: “Un largo verano entero escribiendo, leyendo, paseando en bici y no viajando, es uno de esos sueños factibles que uno quisiera cumplir». En octubre le pondrán el medallón del Príncipe de las Letras.

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