Ya en la calle el nº 1039

Amanece desde el Cerro de San Jorge

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Pascual García ([email protected])

Seguramente nunca había visto un amanecer como el de aquel día, echado en mi cama de la casa de Teresa, en la calle Cantón donde me aguarda un cuarto coqueto, frente al ventanal inmaculado por el que entraba la imagen prodigiosa de Moratalla casi entera, la Plaza de la Iglesia, el Castillo y las casas colindantes, un cielo enrojecido  y alucinado, la atmósfera gélida del mes de enero, el aire transparente y el brillo de lo recién nacido en la mañana, de los objetos y de las casas y de los recuerdos redivivos y recientes, mientras mi cuarto permanecía aislado del rigor del invierno y yo escuchaba el zumbido tranquilizador de la calefacción y me regocijaba entre las sábanas y las mantas como si volviera a la infancia otra vez. Vi amanecer y me pareció increíble la lentitud  de ese misterio repetido al que uno no termina de acostumbrarse nunca.

Di un par de vueltas en la cama, miré asombrado el lienzo del alba sobre los tejados grises y húmedos de un pueblo con clase y con solera. Lástima, me dije en ese trance, que alguno de tus gobernantes permanezcan insensibles ante la evidencia de muchas de tus ruinas y no muevan ni un dedo para aplacar tu dolor de criatura dormida en los páramos de la historia.

De repente me apetecía levantarme, vestirme y salir a desayunar. En menos de media hora estaba en la Calle Mayor gozando del gorjeo matutino de infinidad de pájaros y aves que encendían la sinfonía deliciosa de la mañana; no quería más que pasear, acercarme hasta la Plaza y asomarme a su balcón, mirar desde allí mi nueva ubicación en el barrio de Los Pinos, aunque antes bajé hasta La Caraba para desayunar con sosiego, hojear la prensa y saludar a los amigos y conocidos ocasionales que compartían conmigo a esas horas la cafetería.

Durante toda la mañana, durante todo el trayecto, que fue un mero deambular por las calles húmedas y el aire fresco, acompañado de la más hermosa banda sonora, no paré de recordar el hallazgo del amanecer, la revelación única de un paisaje que me había acompañado toda mi vida como te acompaña un escenario insólito al que nunca dejarás de pertenecer por muy lejos que te marches.

Aquella mañana supe más que nunca que mi única patria era Moratalla, me  gustaran más o me gustaran menos las circunstancias en las que estaba ahora. Aquellos colores que yo había entrevisto desde mi cama, la maravilla de aquella perfecta concordancia de luces y texturas, la dulce algarabía de los pájaros y el lentísimo amanecer de invierno me llevaban lejos, muy lejos  y casi me devolvían a mi niñez; no diré paraíso, porque no lo fue, aunque nunca dejaría de pertenecerme.

Desde mi rincón en el Cerro de San Jorge había descubierto otra vez el alma bellísima de un pueblo maltratado y preterido que aguardaba el despertar del sueño espeso  de sus regidores, el buen trato y el respeto de sus habitantes y la admiración natural y obvia de todos cuantos lo visitaran, pero aquella impronta merecía mucho más que los panegíricos folclóricos y falsos de los poetas ociosos y la displicencia cobarde y negligente de los que deberían ponerse manos a la obra y comenzar la labor.

Lo más importante ya estaba allí y yo lo había percibido durante los minutos espectaculares de una aurora inaudita. Esa magia se tiene o no se tiene y Moratalla la tiene sobradamente. El resto es sencillo y no demasiado caro. Requiere del cuidado y la atención de todos, del interés político y del amor de sus habitantes.

Y de un poco de orgullo y de esfuerzo.

 

 

 

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