Raúl Sánchez Pérez / Médico – Autor del libro «No somos héroes»
Al final de uno de nuestros encuentros en la fresca, pedí a los asistentes que dijesen, en una palabra, aquello que más les había marcado de las intervenciones de los presentes. “Rachida” dijo Mari Cruz, una mujer sabia, haciendo referencia a la protagonista de uno de los relatos del libro No somos héroes. Mari Cruz, cuando se presentó, nos dijo que había nacido en Los Royos, que vivía en Los Royos y que en Los Royos moriría. Con sus palabras, expresaba de forma brillante la esencia de uno de los ejes del libro: nuestros valores de siempre, asociados a la tierra y a la importancia de mirar hacia atrás con respeto y reconocimiento para poder avanzar hacia adelante con más fuerza. Sin esos valores, me atrevería a decir que no somos nada, que no seremos nada.
Han sido cuatro los pueblos de Caravaca que hemos visitado en los Encuentros a la fresca. Pueblos de una gran belleza, cuyos parroquianos acudieron a un llamamiento basado en la sencillez. De hecho, el formato era justamente eso: una muestra de lo lejos que se puede llegar compartiendo ideas y sentimientos de una manera sencilla. Creo que ese fue uno de los motivos por los que la gente enganchó con nuestra propuesta. Al principio, yo me presentaba, como autor del libro, como un vecino más y como convocante del encuentro junto a la editorial Gollarín. Tras decir mi nombre y pedir a los vecinos que se presentasen, lanzaba una primera pregunta: “¿Qué es lo que les debemos a los de antes, a los de siempre?”. Pronto aparecerían las respuestas, repletas de sabiduría y representativas de realismo y también de esperanza. Cada intervención era un regalo para todos; todas ofrecían matices diferentes, pero todas, al mismo tiempo, tenían un alma similar.
En El Moralejo, definido como el mejor sitio del mundo para vivir, fueron cerca de ochenta personas; de ellas, únicamente cinco no éramos del pueblo, aunque, para ser sincero, a los cinco minutos de estar allí todos tuvimos la sensación de ser de allí de toda la vida. En el momento de las presentaciones, una mujer, tras contar un desgarrador testimonio en el que se apreciaba una capacidad de sufrimiento y de ganas de salir adelante fuera de lo normal, dijo, en un tono extremadamente sincero: “Estos son mis vecinos. Me quieren, me entienden y, gracias ellos, estoy en pie”. El silencio que siguió a estas palabras era prueba de que algo bueno estaba pasando y que había que saborearlo. En El Moralejo me encontré también a Dionisio, que nació en el mismo cortijo que mi padre, un cortijo entre María y Vélez Blanco, a la falda del monte Gabar, un sitio espectacular, donde, según se dice, habitan los dioses. Yo no podía estar más emocionado. Era una emoción que yo reconocía como profunda y duradera.
Pablo, agricultor de profesión y vecino de Moratalla, decidió asistir al anunciado encuentro de El Moralejo, junto a su esposa Paqui, aunque apenas me conocían. Pablo es un gran lector. Durante la asamblea, nos enseñó una evocadora foto de su infancia. En ella, se observaba, a un lado, su abuela, con Pablo y sus hermanos, y, al otro, una silla vacía. Esta entrañable pareja también nos acompañó en el encuentro de Benablón. Llevó entonces la foto de esa silla tal y como se encontraba ahora, muy bien conservada y restaurada. A través de una simple silla, todos los presentes, guiados por Pablo y por Paqui, conectamos con los que nos precedieron. Sabíamos que, en ese sencillo mueble, hecho de madera y esparto, se habían sentado muchos de los que vivieron tiempos pasados y nos marcaron el camino a seguir. Os confieso que ha sido precioso descubrir tantas personas conectadas profundamente con la madre tierra, como Pablo y Paqui.
En cada uno de los cuatro encuentros me he encontrado con amigos del colegio cuyas raíces estaban en los pueblos que visitaba. Y, como ocurre en verano, esas raíces se alimentaban a cada instante. Y en los corros que se formaban en estos inolvidables encuentros veíamos y compartíamos fotos de niños jugando al escondite, al pillado o montados en tractores de cartón. Estas imágenes ofrecidas a los presentes como quien ofrece un tesoro eran prueba de que, sin duda, todos venimos de lo mismo y de que nuestras vidas nos unen mucho más de lo que nos separan. Benditas imágenes y bendita vida la que se vive en estos preciosos lugares de nuestra tierra.
Esta mañana me ha llamado Ángel, primo hermano de mi padre, que vive en María (Almería). Me dice que Dionisio le ha llevado mi libro y tengo que confesar que me he emocionado. Me ha dicho también que se ha acordado de nuestra boda en Madrid y de Pepe, el niño que trasplantamos y que ahora juega en su barrio. “Está estupendo”, ha añadido. ¡Cuántas conexiones y cuántas emociones en tan poco tiempo!
Antonio, con su sonrisa siempre presente en su rostro y su silla de ruedas, fue el primero que nos dio la bienvenida en El Moralejo. Con ese recibimiento, poco podía salir mal. Pilar, su madre, al terminar, eligió su palabra clave del encuentro: “Gracias”. Hago mía esa palabra porque es lo que siento después de realizar estos Encuentros a la fresca. Las más de mil personas que, según me dice mi amigo Paco Marín, asistieron a estos encuentros, entendieron lo que me movió a hacerlos: que la emoción más verdadera es la que surge de lo más sencillo.
En los Royos, en la puerta de Juana, descubrimos a Esteban, un poeta que se gana la vida de jornalero, capaz de hablar con esa peculiar mirada transparente que solo tienen los que allí viven. Esa mirada te dice más de lo que te puede decir un libro entero. Hace unos días, Esteban me mandó un precioso poema en el que expresaba mejor de lo que yo pueda hacerlo en este artículo lo que sentíamos quienes compartíamos el mágico espacio originado alrededor de los encuentros. Y en el centro de ese espacio, estaba colocada siempre la jarra que me regaló Rachida. Esa jarra es el símbolo de una de las historias principales del libro. Rachida es una mujer valiente, a través de la cual descubrimos que, a veces, la principal función de la medicina es la de acompañar. Ella me enseñó dónde está el amor, la paz y la verdad. Una mujer pobre, inmigrante, que apenas hablaba español, nos dijo dónde estaba aquello que nos permite vivir. Cuando estos días he contado la historia de Rachida, ha sido frecuente que se produjera un silencio sentido. Y alguna lágrima ha brotado de nuestros ojos; lágrimas de esas que, cuando se comparten, reconfortan. En la presentación del libro en Caravaca le dije a Juana: “Nunca he ido a tu casa a Los Royos. Te prometo una visita”. Ni ella ni yo imaginábamos que el encuentro iba a ser con todos sus vecinos, con la jarra que me regalo Rachida en el centro y con sus exquisitas galletas rellenas de natillas en la mesa, dispuestas a ser las protagonistas del final del encuentro, como no podía ser de otra forma. En Los Royos, correspondió a Ascensión, la de Los Luises, la mayor de toda la asamblea con sus 93 años, resumir el encuentro: “Aquí se ha hablado de cosas importantes”. Eso fue lo último que se dijo esa noche en Los Royos, y lo dijo la persona que más autoridad tenía para decirlo.
Lo que no se celebra, no existe. En Benablón se celebró y vaya si existió. Nos explicaron, por ejemplo, que el padre de María Dolores Tomás, “Emilio el de la Confecciones”, durante nuestra infancia, ponía la banda sonora de la Calle Mayor, y tocaba al piano En un mercado persa; ahí queda eso. Lo contó Luis Leante. También se recordó cómo se amasaba el pan y cómo, a pesar de tener tan pocas cosas para cocinar, todo sabía tan bien. Historias de Barcelona, de Madrid, de ciudades de Francia y de otros muchos sitios se hicieron presentes en el encuentro para saborear las raíces del pueblo. A Benablón me llevaron la foto de mi bisabuela, “la mamá Nines” la llamamos en mi familia. ¿Os podéis creer que nunca había visto su cara hasta ese encuentro? ¡Cómo no tener tatuada la palabra “gracias” en mi corazón! Fue tan enriquecedor. Pero los regalos fueron más allá. No sé cómo expresar lo importante que fue para mí contar con la presencia y con la voz de Juan y de las dos Glorias.
El encuentro en La Encarnación empezó con Manolo contando cómo fueron aquellos años en Alemania, con dos críos y lleno de miedo e ilusión a partes iguales. Nos dijo el día exacto que emigró de España, y el día exacto que volvió a su pueblo, en su calendario personal esos días están marcados. Nos enseñó su foto subido en una burra, con quince años, y con las alforjas llenas de harina para vender a los vecinos. No se podía ser más guapo. Como todos somos conocedores de la magia de La Encarnación, cuando me despedía, Juan, un gran empresario, me contó que, hasta los dieciocho años, estuvo llevando un atajo de ovejas y cómo le había cambiado la vida. Los cambios muchas veces son para bien, pero lo cierto es que otras muchas es mejor que las raíces no cambien, que permanezcan porque en ellas está la esencia de la vida.
Manolo también nos relató su decisión de emigrar a Alemania cuando con apenas 24 años y puntualizaba, después de acompañar la Cruz al Castillo el cinco de mayo de 1963, partía en dirección a la antigua localidad de Hausen (Obertshausen en la actualidad), con un contrato bajo el brazo y la cabeza puesta en un futuro mejor, que alcanzó junto a su mujer Juana (de La Almudema) y a sus cuatro hijos, naciendo dos de ellos, Josefina y Manolo, durante su estancia en el extranjero.
En la fotografía se puede ver un grupo de paisanos Caravaqueños en una de las visitas que D. JOSÉ SEBASTIÁN DE ERICE Y O’SHEA, también oriundo de Caravaca de la Cruz y por aquel entonces Embajador de España en Alemania, tuvo a bien realizar para acompañar a estas familias que, en una época en que la vida se abría paso a un ritmo mucho más lento y difícil, fueron capaces de ‘conquistar’ sueños e ilusiones que ahora ya convertidos en un ‘paquete de recuerdos’, como el bien nos decía, afloraban con emoción durante la pasada noche del 17 de agosto en La Encarnación, su tierra natal.
(Fotos y texto cedidas por Juan Isidro Álvarez García)
Al final del último encuentro, evocamos el espíritu de los libros, ese espíritu que traen a nuestro pueblo Juani, Salva, Críspulo, Inma y Rosendo. Ellos son los responsables de nuestras magníficas librerías de Caravaca, que tanto han ayudado a la celebración de estos espacios. Esa última noche, cuando la luna saludaba con fuerza, leímos el texto final de uno de los mejores libros de Luis Landero, El balcón en invierno. Aprovecho para recomendar su lectura porque expresa muy bien tres palabras que, para mí, definen la naturaleza de nuestras pedanías y que directa o indirectamente han aparecido en este artículo: sencillez, esfuerzo y belleza.
Con este texto y con mi agradecimiento tatuado en el corazón, me despido hasta el próximo encuentro que la vida vaya poniendo, ya sea al calor de la fresca o al calor de la lumbre:
“En cada instante, en cada frase, en cada suspiro, en cada pequeño acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales. Eso es todo, y no hay más que contar. Un grano de alegría, un mar de olvido”.