Ya en la calle el nº 1037

Agua del grifo

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PASCUAL GARCÍA

Reconozco que me sigue disgustando pedir una botella de agua mineral en un restaurante o en una cafetería, como si no fueran minerales todas las aguas del mundo y, sobre todo, la más barata, la que sale del grifo, la que hemos bebido siempre en mi casa.

Es verdad que determinadas marcas resultan convenientes para ciertas enfermedades relacionadas con el riñón o con otros órganos decisivos de nuestro cuerpo, porque en su composición se encuentran algunas sustancias imprescindibles y beneficiosas para la vida,  pero, al cabo, lo importante es beber cada día una cantidad determinada de ese líquido incoloro, inodoro e insípido al que llamamos agua.

Como a tantas cosas, nos hemos acostumbrado a comprarla no como un producto de primera necesidad, que pasa por una tubería y llega a todas las casas y nos provee para el consumo cotidiano, para la ducha, la lavadora o el lavaplatos, sino como un artículo de lujo, un signo más de distinción, que parece haberse puesto de moda en los últimos tiempos. De manera que a nadie le provoca rubor pagar un dinero, a veces excesivo, por una pequeña cantidad de agua, servida eso sí como si se tratara de un champán exclusivo o de un vino de reserva (si se nos ocurre hacer la prueba alguna vez, comprobaremos que es más caro ese botellín lleno de agua que de idéntica cantidad de gasolina en cualquier estación de servicio). A pesar de todo, me resisto a cometer semejante tropelía en Moratalla, como si fuese un acto inmoral o un desprecio a su preeminencia hídrica y, por supuesto, a la humildad del producto, que nadie dudaría en ofrecerte de manera gratuita en su propia casa.

No me excuso si digo en mi favor que el agua que sale del grifo en Murcia resulta imbebible de todo punto y, aun más, hasta vomitiva, que algunos alimentos no se cocinan con facilidad y que la piel se resiente del baño diario, pero lo fundamental es que no hay quien se beba el agua corriente que tenemos en las casas. De manera que no queda más remedio que ir al supermercado y adquirirla en botellas o en garrafas.

Echo de menos el agua que bebíamos en mi casa de Moratalla, aunque prefiero la que brota de algunas extraordinarias fuentes del campo, como aquella mítica de los Muertos en San Juan o la fuente del cortijo de Las Nogueras, por citar tan solo dos ejemplos de la riqueza acuífera de una sierra que filtra en primavera las reservas de las grandes nevadas del invierno y va surtiendo los regatos de ese paraíso que alguna vez estuvo habitado por gentes hospitalarias y generosas y que hoy permanece casi desierto.

Echo de menos, asimismo, las numerosas fuentes del casco urbano, que recibían el nombre del barrio o de la calle en las que se hallaban, y donde acudían las mujeres cada mañana para proveerse del agua necesaria o para lavar la ropa, y los hombres con las bestias y el ganado para abrevar en los grandes pilones de piedra y de cemento, en los que se remansaba el agua sobrante que iba cayendo de un caño basto y metálico, o nosotros, los niños, exhaustos de correr y jugar y sudorosos, para apagar una sed implacable en las horas vespertinas del verano o para refrescarnos el rostro congestionado, mientras evitábamos la amenaza de las avispas  revoloteando en torno al chorro luminoso.

El agua del río Alhárabe, limpia y fresca, en la que nos sumergíamos cada verano desde Somogil a Las Toreras, que regaba la huerta de Moratalla y de la que se podía beber en cualquier tramo, porque no sólo era potable, sino que tenía, además, un sabor excelente.

He probado en alguno de mis viajes variedades de sabores distintos, desde la famosa agua de Madrid hasta la salobre de Sitges con la que me preparaban los peores cafés que me he bebido en mi vida, pasando por el agua nauseabunda de Valencia.

Como mi abuelo, siento una especial atracción, casi animal, por ese líquido elemento, y como él me gustaba pasar por la casa de mi abuela Rosa, cuando veníamos cansados de la huerta, y pedirle sendos vasos grandes del agua pura, fría y cristalina de su tinaja empotrada en la pared del cerro, que nos bebíamos avariciosos y excitados, mojándonos la cara, el cuello y el pecho con su gracia natural y su húmeda lujuria.

 

 

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