Ya en la calle el nº 1040

Adolescentes en los noventa en Caravaca

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

JUAN ANTONIO SÁNCHEZ GIMÉNEZ

Fue la década de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo 92, de la ruta del bakalao, de las “Spice Girls” y de “Nirvana”. De la “Macarena” y del cénit de grupos como “Héroes del silencio” y “El último de la fila”. De series como “El príncipe de Bel-Air”, “Lleno por favor” o “Farmacia de Guardia”. De taquillazos como “Terminator 2” o “Jurassic Park”. De la entrada de la LOGSE, del Barcelona de Stoichkov, Romario y Koeman. También la del Real Madrid de Zamorano y Amavisca, por supuesto la del Atlético de Madrid del doblete y de muchas cosas más que aquí sería imposible poner, la mayoría de grato recuerdo, otras no tanto.

Muchos de los que éramos adolescentes en esa época no podemos evitar retrotraernos a aquellos años estimulados por programas de televisión como “¿Dónde estabas entonces?”, en la Sexta, o eventos como el macroconcierto “Love the 90’s” que se lleva realizando por toda España en el último año y medio. Esos recuerdos nos traen imágenes, lugares y momentos a todos los que éramos adolescentes en aquellos años. Adolescentes que como en todos sitios tenían su centro de reunión y socialización que no era otro que el salón recreativo de turno.

En Caravaca llegamos a contar con tres a la vez; los Júpiter, cerca del instituto San Juan de la Cruz, el Casino, junto a la iglesia de la Compañía y el Daveli, en la Gran Vía. Estos últimos, por los menos en los años de mi plena adolescencia y en mi entorno eran los más concurridos. Allí afluíamos todos los fines de semana en masa (y también muchos durante la misma) a darle duro al “Street Fighter”, el “Snow brothers”, el “Double Dragon” el “Pang” o el “Tetris”, entre otros muchos títulos que todo amante de los videojuegos vintage tiene en su haber. Por supuesto también jugábamos al futbolín y unos pocos al billar, aunque de manera muy rudimentaria. Pero no solo el interés lúdico motivaba la asistencia dicho lugar; las hormonas provocaban los efectos propios de la edad y los enamoramientos juveniles, correspondidos o no hacían su acto de aparición en aquel lugar lleno de humo por los cigarrillos y con la música bakalao a bastante volumen y el griterío de la muchachada como banda sonora del local. Más tarde una procesión de zagales hormonados y cantarines se encaminaba a dar sus primeros pasos por la zona, lugar habitualmente bastante más concurrido que actualmente y que era el epicentro de marcha de buena parte de la juventud de la comarca del Noroeste. Nombres como Britif, Kábila u Hoyo 18 entre otros marcaron esos años. Estos eran los lugares donde predominantemente se arremolinaban los adolescentes que empezábamos a salir por aquellos años. El primero era una discoteca de bakalao que llegó a tener bastante relevancia a nivel regional (eran los años del boom del este género) y al que se desplazaban todos los fines de semana cientos de jóvenes de las poblaciones cercanas. La Kábila tenia por el contrario un ambiente más pachanguero y comercial, y luego estaba el Hoyo 18, más alternativo y rockero donde se podía oír desde a “Extremo Duro” a “Rage against the machine” u “Off Spring” hasta la BSO de “Trainspotting”, otra de las películas icónicas de la época (¿para cuándo la segunda parte?). Luego ya vino “La escalera” que estuvo funcionando hasta mitad de la década siguiente.

Pero no solo en la zona o recreativos socializabamos los adolescentes en aquellos años. Durante el buen tiempo las pistas deportivas Juan Carlos I eran un hervidero de chándals de táctel y carpetas con pegatinas de discotecas alicantinas o grupos de pop. Entonces no había tantas indumentarias oficiales como ahora, pero los que íbamos allí a darle cuatro patadas al balón nos creíamos en Wembley, aunque a menudo a muchos les interesaba más lo que había fuera de la pista que lo que había dentro. Otros lugares de encuentro eran el pabellón festero en los bailes del mes de abril (hasta cierta edad con control parental) o el Camino del Huerto en verano. Allí se celebraban cuervas multitudinarias a la luz de la luna en las que más de uno perdía la compostura y de donde también salían amoríos, como no podía ser de otra manera con esos ingredientes

Eran años de peinados a cazo, de cazadoras bomber, de camisas de felpa, de Levis 501, de gafas de alambre y de pelos lacados. Algunas de estas modas, por cierto han vuelto. También eran años en los que no teníamos móvil, ni Internet y la mayoría ni moto. Tampoco existía lo políticamente correcto, o por lo menos no a los niveles casi asfixiantes de ahora, ni sufríamos la indigestión por el exceso de estímulos audiovisuales actual, ni teníamos muchos bienes materiales que para el adolescente promedio de hoy son imprescindibles, y mi impresión es que teníamos la piel bastante más gruesa que la juventud actual. Con todo esto y a pesar de lo dicho en este último párrafo afirmo sin complejos un deseo imposible que muchos lectores ya habrán pensado y no es otro que; “si yo pudiera volver a esos años con lo que sé ahora…”.

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