Ya en la calle el nº 1037

El tío Miguel o «el don de la sobriedad»

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Pedro Antonio Martínez Robles

Según cuenta el Yernico, el tío Miguel debió nacer hacia 1870 en el cortijo de Hondares, en el corazón de la sierra moratallera. El tío Miguel era un hombre de trato afable y suave y de costumbres sanas, como era la gente que habitaba los cortijos y la sierra a finales del siglo XIX. Tenía el tío Miguel la virtud, a decir del Yernico, de no ir contra la vida como el que va contra corriente, sino con la vida, como el que se deja llevar aguas abajo, sin forzar la naturaleza del río, y va salvando los escollos con naturalidad. Pero de todas las cualidades que poseía el tío Miguel, que eran muchas, una de las más encantadoras era la de contador de historias creíbles, por inverosímiles que pudieran parecer. En aquel tiempo, todavía, y hasta no hace tanto, el entretenimiento de la gente común consistía, en sus horas de esparcimiento, en contar historias, anécdotas, sucesos. Pero para ello era preciso, como lo es hoy, tener la cualidad de cautivar con la palabra, y era ésta, sin duda, una habilidad indiscutible del tío Miguel. Como en cualquier arte de la vida, cuando uno cuenta una historia, su propósito es el de impresionar, pues lo huero poco y a pocos importa. Hace unas semanas, bajo el título «El amor de los muleros», mencioné una costumbre que se usaba entre los labradores de algún lugar de esta tierra nuestra hace ya más de cien años. Entonces, y por error, cité como autor de aquel relato al tío Ginés, cuando en verdad quería decir el tío Miguel. Hecha esta aclaración, que en justicia proclama el nombre y no la persona, pues es la misma, anotaré algunos detalles, a modo de semblanza, de los que configuraban la extraordinaria personalidad de aquel hombre. El tío Miguel vivía con su hermano Jesús, ambos solteros, en una casi perfecta armonía doméstica. Eran personas sin grandes ambiciones que dejaban transcurrir el tiempo y sus acontecimientos con una tranquilidad atávica. En ellos no cabía la indignación o la intemperancia ante los contratiempos, pues éstos también formaban parte de la vida y se resolvían solos o, sencillamente, no se resolvían si había de ser así. Vivían, las más de las veces, de lo que daba el tiempo. Y las menos también. Venidos de esas tierras casi selváticas de Hondares, se instalaron en el pueblo sin mudar apenas sus costumbres administrativas, y necesitaban muy poco para vivir. Si la tierra daba calabazas, comían calabaza; uvas en el tiempo de la uva; brevas por junio, higos en agosto y tomates en verano. Por única hacienda poseían un huerto que hicieron medrar con el constante goteo de su trabajo. Y en el huerto un corral. Y junto al corral una casa. El tío Jesús se ocupaba de las tareas domésticas y el tío Miguel hacía florecer el huerto. En el corral criaban gallinas, y de los huevos de las gallinas procedían sus únicos y exiguos ingresos que empleaban, principalmente, en pagar la contribución de su propiedad, pues pocos impuestos más había en aquella época. Para sobrevivir en aquel tiempo, dice el Yernico, en el que poco o nada había, poco o nada se necesitaba…

El Yernico, que hoy pasa de los 70, andaba en la mudanza de los dientes de leche cuando escuchaba las enseñanzas y las historias del tío Miguel, y el tío Miguel andaría por los 70 bien cumplidos cuando embelesaba al Yernico con sus conocimientos y sus relatos. El tío Miguel era sobrio en todo excepto en la manera de contar lo que sabía, daba igual que lo hubiera vivido o que lo hubiera aprendido de otros, pues todo lo explicaba con un sosiego y con una riqueza de detalles tan extraordinaria que quien lo escuchaba difícilmente podía olvidar sus historias. Dice el Yernico que aquellos sucesos asombrosos que el tío Miguel le contaba encerraban el poder de la verdad, y aunque hubieran ocurrido en una época tan remota que ninguna memoria alcanza a recordar, la imaginación del tío Miguel los traía frescos como si él mismo los hubiera vivido. De estos sucesos, uno de los que más impresionó al Yernico se corresponde con lo acaecido a un maderero que recalaba de año en año, por la corta de la madera, en aquellos parajes de Hondares en tiempos de su abuelo. El hombre, que el año anterior se había despedido joven y vigoroso tras la faena de la corta, regresó avejentado y triste, como si hubieran caído sobre él muchos años de golpe. Vestía luto riguroso, y cuando el abuelo del tío Miguel le preguntó el motivo de su dolencia, el hombre dijo: «¡Ay! Mejor hubiera sido no haberme preguntado. Llevo luto por la mayor de las desgracias». Y el hombre, compungido por la gran pena que le ahogaba el corazón, le contó al abuelo del tío Miguel que, adentrados su hijo y él en el corazón de un monte, avistaron un enorme pino con un tronco tan grueso que dos hombres de buena envergadura no habrían sido capaces de abarcarlo con los brazos abiertos. Era un pino de esos que tanto se codiciaban entonces porque ofrecía la posibilidad de vaciar la madera para hacer artesones de una pieza y otros recipientes de gran tamaño sin necesidad de añadidos ni encoladuras. Pero nada más ver el pino, el hombre rehusó acercarse hasta él para cortarlo. Ante la extrañeza de su hijo por la renuncia, aparentemente gratuita, a cortar aquel pino tan tentador, el hombre replicó: «Deja ese pino, que he visto una culebra muy grande abrazada al tronco». Pero el hijo, con la arrogancia y el desprecio por el peligro propios de la edad, desoyó los consejos de su padre y se enfrentó a aquella adversidad, para la que se supuso con fortaleza suficiente. En aquella lucha desigual, el padre, impotente, vio cómo la culebra se desprendía del tronco, abrazaba a su hijo por el torso, y ambos se perdían para siempre entre la maleza.

Al final del relato le pregunté al Yernico si era cierto que alguna vez en estas tierras nuestras hubo culebras de ese tamaño, y él me respondió: «Quién sabe… En aquellos tiempos».

Estoy seguro, como lo está el Yernico, de que el tío Miguel decía la verdad y en esa verdad se encierra una parábola.

 

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