Ya en la calle el nº 1037

La cabina, por Isabel Martínez Llorente

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La cabina, por Isabel Martínez Llorente
La cabina, por Isabel Martínez Llorente

Hubo un tiempo en el que las horas pasaban a otro ritmo y gozaban de la complicidad de la paciencia colectiva. El mundo en el pueblo se organizaba de manera que los unos hablaban con los otros sin que el coche de atrás pitase por la urgencia; los veranos, por la noche, eran frecuentes los corros de vecinos en la calle hablando de las cosas del día; en la tienda de la calle de arriba la dueña sabía tu nombre, tu historia, tus gustos; ir al mercado del miércoles significaba pasear una mañana entre los puestos del frutero conocido, del señor del queso, del pescado para el arroz; en la siesta del invierno las mujeres echan a andar mientras arreglan los conflictos de Oriente y de Occidente reducidos al enfoque de las miradas de siempre; en la Navidad se escaldan las almendras para molerlas después y hacer el alfajor; luego llega el Carnaval y se pone la creciente, se espesa el chocolate y las tortas fritas dan la bienvenida al disfraz y la alegría; la Semana Santa se viste de incienso y piel erizada con la banda de cornetas en el silencio majestuoso de la Iglesia de la Magdalena siguiendo el compás del Cristo del Sepulcro; San Isidro llena de jotas y refajos la Gran Vía, la primavera estalla de rosa en todos los melocotoneros de la huerta y el calor se asoma a la ventana del verano para echarnos, de nuevo, a las terrazas y bares, a los corros de las noches en el fresco, a la vida relajada hasta septiembre con sus fiestas patronales, barracas y reina y damas y música y diversión. El otoño se perfila justo el día después de la traca final. Y el cielo sigue girando con la vuelta a clase y la pronta llegada, de nuevo, de la Navidad.

Y es que la vida pasaba con un tempo lento ya inusitado. En aquel escenario habitaban las cabinas de teléfonos. Eran cubículos en los que un teléfono colgaba de un cable. Te encerrabas en ellas, levantabas el auricular, echabas la moneda con su ruido característico al tocar el fondo, marcabas uno tras otro los números que estaban en tu memoria y que viajaban por algún lugar misterioso hasta kilómetros de distancia, sonaba un tono, sonaba otro. Y se hacía el milagro. Era el único momento en que los minutos parecían volar, y es que con demasiada frecuencia las monedas se agotaban antes de tiempo. Un pitido avisaba de los últimos segundos. Y de nuevo el tono intermitente te devolvía al lugar en el que se anclaban tus pies, y el silencio. Mirabas afuera, donde el aire de tu pueblo seguía siendo el mismo, abrías la puertecita y salías a él como arrojada al mundo por vez primera, con aquella sensación de extrañamiento: tan lejos y tan cerca. Y volvías muy despacio entre el frío de la noche caminando hasta tu casa. Nunca fuiste consciente de cuánta magia daba forma a aquellos instantes de tus pasos, a aquella cola en la que parabas los minutos hasta que te tocaba entrar, a aquellos pasos detenidos en los que echabas la vista al cielo para tratar de fantasear por qué estrellas andaría el sonido de las voces.

Hoy la espera se ha convertido en inmediatez, no existe la paciencia: el mensaje es instantáneo, la respuesta aún más; la llamada se hace en el momento cómodamente desde donde te encuentres. Hemos desterrado el ritual de la cabina de teléfono, como hemos desterrado tantos otros rituales que daban una organización a nuestro mundo. Los hemos sustituido por las comidas rápidas, los emoticonos, las redes sociales y el anonimato. Me pregunto qué será de nosotros sin ese nosotros que nos hizo pueblo, que nos hizo tribu, que nos hizo “sociedad”. Qué será de nuestros jóvenes que viven en la era de la digitalización pero no conocen la calidez del hombro del amigo sincero que te mira a los ojos sin que por medio interrumpa el incesante sonido del “me gusta”. Qué será de aquellos pasos que se perdieron al colgar el auricular para llevar en su mano el acceso al mundo en apenas un clic. Qué será de la dueña de la tienda de la esquina, del tendero del mercado, del arroz del miércoles, de la conversación al fresco de la noche estival, de los remolinos de niños jugando al “tocatimbres”, de la solidaridad entre iguales, de la cercanía de los tuyos.

Tal vez en el mundo de hoy precisamos volver a la escuela de vida auténtica, al remanso de calma del teléfono mudo, a la cola sin prisa de la cabina de teléfonos.

La cabina, por Isabel Martínez Llorente
Foto: Rubén Juan Serna

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