Ya en la calle el nº 1040

Imágenes de papel, por Pedro Antonio Martínez Robles

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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

Guardo en uno de esos armarios de mi casa que solo se abren de vez en cuando una caja grande de latón con más de un millar de viejas fotografías que mi madre me confió -quién sabe si con pesar- en vez de darlas a la lumbre, en cuyos dorsos fui anotando en un sinnúmero de tardes, los nombres que identifican a cada uno de los personajes que aparecen en las cartulinas y que ella me fue dictando con una paciencia infinita y una memoria asombrosa. Algunas de esas fotografías tienen más de ciento cincuenta años y no son otra cosa que el rosario histórico en imágenes de más de una vida: hermanos, hijos, tíos, primos, padres, amigos, abuelos, nietos y hasta tatarabuelos a quienes no hemos conocido y de los que apenas hemos oído hablar, y no siempre ni de todos. Tal vez despierten estas imágenes la curiosidad de quien por azar las contemple, algunas por su antigüedad y otras por su rareza. Cartulinas tostadas por el tiempo, envejecidas, algunas cuarteadas, muchas en sepia y casi todas en blanco y negro. Pero hay también un buen número de fotografías relativamente recientes, en color y de muy buena calidad, que nos traen a la memoria momentos entrañables; momentos que, sin la existencia de esas mágicas instantáneas, es posible que hubieran caído en el olvido.

Imágenes de papel, por Pedro Antonio Martínez Robles
Cumpleaños en 1967

Me acuerdo ahora de aquellas excursiones de adolescencia en las que, cargados con aquellas primeras cámaras fotográficas que se podían comprar por poco dinero o te regalaban con algunas suscripciones, dejábamos constancia de nuestra aventura en carretes de doce o veinticuatro fotografías en blanco y negro y de las que hacíamos copias para todos los amigos, imágenes que todavía nos sorprenden y avivan nuestra nostalgia cuando por azar las encontramos perdidas en el fondo de un cajón o en un ajado álbum que casi nunca miramos.

No sé si sería capaz de recordar con la misma nitidez mi paso por la primera escuela de mi vida, los primeros cumpleaños con una sencilla fuente de flores de maíz, un refresco y una tarta casera de la abuela sobre la mesa, o algún luminoso día de Viernes Santo, si no fuera por esas escasas pero precisas fotografías que muy de tarde en tarde encuentro yo también en el revoltijo de la gran caja de latón. Eran pocas las fotografías que entonces se tomaban, pero el papel las guarda celosamente después de decenas, de cientos de años.

Ahora hay elementos más cómodos para fotografiar, más rápidos en todos los sentidos: con solo pulsar un icono en la pantalla del teléfono móvil ya tenemos la fotografía tomada y revelada. Así podemos realizar no un solo carrete de doce, veinticuatro o treinta y seis exposiciones con el engorroso trabajo de tener que llevarlos al laboratorio fotográfico para su revelado y esperar días para poder disfrutar de ellas, sino que podemos hacer cientos, miles de ellas que guardamos en la memoria del teléfono, en un pendrive o en el ordenador; tantas fotografías que apenas tenemos tiempo para mirarlas. Eso quizá esté bien; pero hay algo en este sentido que me preocupa desde hace mucho tiempo: ¿no será la memoria del ordenador, del pendrive, o del mismo teléfono móvil algo tan evanescente como el aire y algún día, cuando queramos rescatar alguna de esas fotografías nos encontremos con que hemos perdido todas las imágenes de esos momentos entrañables de un instante de nuestras vidas que quisimos conservar y que sin la ayuda de un pequeño trozo de papel somos ahora incapaces de recordar?

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